El Coleccionista. Capítulos II, III, IV, V, VI, VII y VIII
II
Hoy tuve que salir. Hubiera querido evitarlo, pero ya no hubo forma. Mi representante me dice que no puedo seguir encerrado. Que por un rato pasa. Que puede justificarme, pero que ya van dos meses de no mostrar ni la nariz, y que si quiero seguir en la cumbre debo darle en el gusto a quienes me quieren ver.
Esto no es París en los años 20. Es Nueva York en Siglo XXI y las cosas funcionan más o menos así:
Alguien te descubre. Digamos una galería o un coleccionista. Y comienza a comprarte algunas cosas. O a conseguir que alguien las compre. Cuando el dinero ya está en tus manos, te das cuenta que te has transformado, de pronto y sin que nadie lo hubiera advertido, en una empresa que cotiza en la bolsa. Aquellos que gastaron dinero en ti, o que consiguieron que alguien más lo hiciera, necesitan que tus cosas de vendan más, y más caro. Tu crees que haber logrado vender tu primera pintura en unos cien mil dólares ya era la gloria. Pero no. Resulta que tienes que vender más y más caro, porque de otra manera nadie pagará esos cien mi dólares, nunca más, y habrás hecho perder dinero a tus nuevo amigos. Aquí se requiere estar varios años arriba. Si no lo logras, todo se va a la basura, y con suerte te quedan los ahorros. Pero no hay muchos términos medios. Eres o no eres. Te compra el MOMA o no. Te contrata Saatchi, o eres un cadáver.
A mi me descubrieron por casualidad. Y no se crean que siempre es así. La mayoría de las veces no hay ninguna casualidad. Las galerías y los comisarios y todos los burócratas del arte llegan a las universidades más famosas y buscan a los chicos de moda. Los toman y los hacen famosos. A veces resulta. A veces no. Es el riesgo.
Lo mío, en cambio, fue raro. Como todo en mi vida.
No hago arte conceptual. No hago instalaciones. Casi no sé nada de teoría y sería incapaz de imaginar las cosas que imaginan la mayoría de los artistas jóvenes de Nueva York. Yo lo que sé hacer es dibujar, y con eso, habría estado condenado a hacer retratos de turistas en la orilla del Central Park.
Llegué aquí hace tres años. Justo cuando cumplía los treinta. Viejo para los cánones actuales. Casi un anciano, si se considera que nunca había hecho una exposición individual y que mi “arte” resultó ser banal, clásico y aburrido para todas las galerías.
Llegué a hacer un programa bastante mediocre de uso del color en la NYU. La idea era vivir de una beca miserable y mal habida por unos 6 meses y luego volver a lo mío.
Pero me enamoré de esta ciudad y me quedé. Ilegal. Pobre como una rata. Haciendo exactamente lo mismo que hace todo ilegal recién llegado a USA. Trabajar en una cocina lavando platos.
Ganaba seis dólares la hora. Pero solo trabajaba de noche. Desde las siete hasta las cuatro. Llegaba a mi pieza en Harlem a las cinco. Dormía, con suerte, hasta las 10 y me levantaba a pintar. Durante más de un año sólo trabajé, viví y respiré para comprar pintura y legalizar mis papeles. Pero antes de haber legalizado nada, alguien me descubrió.
III
Dije que hoy salí. Si, las presiones de mi representante. Todo eso de cómo funcionan las cosas. Ya lo dije.
Finalmente accedí a ir a la inauguración de la nueva exposición de un colega japonés en Chelsea. Se llama Tooru y me cae bien. Hace unas instalaciones con sombras y luces. Cosas extrañas, como casi todos aquí. También prepara un Sushi increíble y toca el Saxo mucho mejor que yo. Aunque en realidad lo que más me gusta de él es su novia. Una vietnamita que vino a estudiar cine en Columbia.
Las orientales no tienen culo. Casi nunca. En cambio Nguyen, que así se llama la chica, debe tener algo de África, pienso, porque tiene unas nalgas redondas completamente perfectas. Yo la miro cada vez que puedo. Suele usar faldas largas y de tela delgada, y su culo se marca como si se tratara de un par de manzanas.
Por supuesto, no me he atrevido a proponerle a Nigui (así le digo yo, porque no sé pronunciar su nombre y ella se ríe mucho de mi) hacer nada con su culo. Creo que Tooru lo tomaría a mal. No lo he dicho, pero a mi lo único que me interesa son los cuerpos de las mujeres. Me refiero a que todo mi arte se trata de cuerpos de mujeres. Pero eso es una historia más complicada. Mucho más complicada.
Llegué tarde a Chelsea. La inauguración era a las siete. Entré por la puerta a las ocho en punto. Ya todo el mundo estaba allí. De inmediato comencé a buscar el culo de Nigui. No lo encontré. Todo el mundo me abrazaba y me felicitaba. Yo ya no podía recordar el motivo de las felicitaciones. Tal vez lo del Guggenheim. O lo de Londres. Qué se yo. A mi lo que me importaba era encontrar a Nigui.
Recuerdo la primera vez que la vi. Fue hace poco más de un año. Había quedado de juntarme con Tooru en su estudio de Harlem. Un Domingo por la tarde, con la idea de ver algunas películas viejas. Cuando un japonés te invita a su casa hay que entender que se trata de algo especial. Pero mucho más cuando alguien te invita a venir un Domingo por la tarde, y no a una fiesta con mucha gente y ruido.
Tomé el metro cerca de las tres. Yo ya llevaba algún tiempo en mi Loft de Brooklin Heights. Caminé unas cuadras hasta la estación y me subí a un vagón casi completamente vacío. A mi espalda, dos mujeres del medio oriente hablaban en voz baja. Ninguna se había sentado, aunque todos los asientos estaban desocupados. Por un rato, tampoco fui capaz de sentarme, pero al fin comenzaron a dolerme los pies por lo que me alejé de las alegres comadres y me senté en el otro extremo ojeando un New York Time del día anterior que alguien había olvidado.
Miré la hora. Aún era temprano. Tooru me había dicho que llegara a eso de las 5. Aún no eran las cuatro. Decidí bajar antes y caminar un rato por la 125. Aún quedaban unos pocos autobuses de turistas recogiendo sus cosas para volver al Manhattan blanco. Miré hacia una de las iglesias bautistas, ya vacía. Es muy extraña la fascinación de los blancos por las misas Gospel. Cuando vivía en el barrio, a veces me daban ganas de aparecer con un palo y sacarlos a patadas. Pero no soy negro. Ni siquiera soy cristiano, por lo que habría sido un gesto bastante gratuito e histérico. También solía imaginar qué pasaría si todo se diera vuelta. Buses y más buses de turistas negros, de Brasil, Cuba, el Congo, Ruanda, Kenia. Todos cargados con cámaras fotográficas y camisetas estampadas con la palabra New York City, entrando un viernes por la tarde en las sinagogas del Upper West Side.
Miro hacia el Sur. Luego hacia el Este. Maquinaria pesada. Al borde del Central Park se construye una enorme torre. Este es el renacimiento de Harlem. Puro negocio inmobiliario.
IV
Tooru vive en el West. Cerca de la Universidad. Son varias cuadras de caminata desde el centro. Llegue a las cinco en punto y toqué el timbre del edificio. De inmediato escuché una voz aguda y divertida. Era Nigui. Pregunté por Tooru y me abrió la puerta. Subí por un ascensor nuevo pero que trataba de replicar uno antiguo. Con rejas. Muy minimal.
El “Studio” de Tooru resultó ser mucho más grande de lo que pensé. Unos doscientos metros cuadrados. Y techos altos. Casi tres metros. Me gustó. Si no fuera porque mi loft tiene casi quinientos metros y techos de seis o más, lo habría envidiado. La idea de la envidia me pasó por la cabeza, como un mal sueño, como un recuerdo de la época en la que envidiaba las casas bonitas. Cuando vi a Nigui, no sentí nada especial. Una chica oriental, bajita. De rostro agradable. Algo redondo. Pechos pequeños. Vestida con una falda larga de estilo hindú. No sentí envidia de Tooru. No hasta que ella me dio la espalda.
Mi amigo estaba sentado en un sillón de cuero rojo, muy moderno. A su espalda todo el muro estaba repleto de libros. Él leía, como si no se hubiera percatado de mi presencia. Un libro en Inglés. Me acerqué a saludarlo y traté de reconocer al autor. Un nombre oriental que no conocía. Algo relacionado con Kafka. Supuse que sería una biografía o algo así. A los pocos segundos, dejó tranquilamente el libro, se puso se pie y me dio la mano.
¿Qué tal? Dijo
Y yo respondí. Muy bien. ¿Y tú?
Muy bien, me respondió.
Fue entonces cuando la vi. Nigui había salido de escena. Y de pronto apareció nuevamente, con una bandeja con tasas de té. Se agachó frente a una mesa grande y baja rodeada de almohadones negros y blancos. Yo me di vuelta instintivamente y me quedé mudo ante sus nalgas. Perfectas. Tal vez las más perfectas que haya visto en mi vida. Me costaba un mundo pensar que podían pertenecer a una chica oriental. Por un momento casi digo algo. Una referencia natural a la belleza de esas nalgas, pero por fortuna me di cuenta a tiempo de que habría sido una grave impertinencia y volví el rostro hacia Tooru.
Muéstrame tu casa, Tooru, le dije con la voz más natural que encontré.
Él me sonrío, como si comprendiera todo e indicó con un dedo la mesa. Five O’clock Tee, murmuró entre dientes. Después del té la recorremos, me dijo con su divertido acento. Caminamos juntos hacia la mesa y nos sentamos con las piernas cruzadas.
El te estaba delicioso. Miré a Nigui que rellenaba las pequeñas tasas con naturalidad y sentí envidia de Tooru. Mucha envidia.
V
Camino por la galería. Reconozco gente. Me saludan. Doy abrazos. Doy besos. Soy un ídolo. Mis meses de ausencia, pienso, sólo lograron hacerme más grande. Todos creen que preparo algo importante. Estamos en Septiembre. Viene la bienal de arte americano, todos saben que he sido invitado. Será porque soy americano, me río, sudamericano. ¿Quién los entiende?
Lo que pasa es que estoy de moda. Soy la moda.
Cuando vivía en Chile era nadie. A penas algo más que nadie. Estudié Bellas Artes en la Chile. ¿Y? y nada. A quien le importa. Me titulé con modestos honores y durante algún tiempo fui ayudante del famoso ramo de Dibujo. Dibujo I. Dibujo II. Dibujo III. Dibujo IV. ¿Alguien lo puede creer? Son 8 horas a la semana. Durante cuatro años. Considerando que un año académico tiene unas 36 semanas, un alumno de arte ha tenido, en total, unas doscientas ochenta y ocho horas de dibujo al año, osea, más de mil cien horas en toda la carrera. ¡Y casi ninguno aprende a dibujar!
Yo aprendí a dibujar. Dibujo bien. Enseño bien. Aunque mis motivaciones, entonces y también ahora, eran las que se puede suponer si se me conoce un poco. Me gustan las modelos. Adoro a las modelos. Incluso a las feas. A las gordas. A la viejas teñidas. Pero claro, mucho más a las jóvenes. A las estudiantes de teatro o de danza.
Por eso nunca tuve realmente un estilo. Dibujaba cuerpos. A veces me atrevía y los pintaba. Me salían bastante bien, pero nada interesante. Nada que destacara. Y me fui quedando. Seguí haciendo algunas clases en la Escuela. Luego de un par de años, una cátedra en una Universidad privada y muy cara. Estaba bien. No ganaba tan mal. No necesitaba vender mis cuadros. Sólo pintaba para acumular más y más imágenes de mujeres desnudas.
Pero ya les dije. Todo fue una casualidad.
Mientras vivía en Harlem y limpiaba platos me dediqué con toda conciencia a buscar modelos. No era tan fácil como en Chile. Las modelos eran baratas. Y a la vez, yo había desarrollado un instinto perfecto para saber cuando una chica quería ser pintada desnuda por un desconocido. Ustedes no se pueden imaginar a cuantas chicas retraté en esos años. Yo lo sé. Llevo la cuenta exacta. Fueron novecientas sesenta y cinco, entre 1994 y 2003. Más de cien por año. Una cada tres días.
Aquí todo comenzó con dificultad. Nueva York está repleto de artistas. Completamente repleto. Y nada sorprende a nadie. Mientras estuve en NYU no fue tan complicado. Tomé algunos cursos de dibujo de cuerpo humano. Eso es igual en todas partes.
Pero luego, cuando decidí quedarme, ya estaba solo conmigo. ¿Pueden imaginarlo? Solitario. Pobre. Mal vestido. Con aroma a platos y detergente en las manos y sólo mi sonrisa a cuestas.
Tuve que idear una estrategia. Aquí la gente desconfía. No es cosa de decir, soy pintor, me gustaría hacerte un retrato. Quítate la ropa.
Lo primero que necesitaba era demostrar que soy bueno en esto. Bueno para las chicas, claro, nunca se me ocurrió tratar de ser bueno para los críticos de arte de Nueva York. Comencé, por lo tanto, frecuentando talleres de teatro o de danza. Sabía que son chicas bonitas y que le temen mucho menos a quitarse la ropa que otras. Me paraba a la salida, con mi atril, y dibujaba el edificio. Los árboles. Cualquier cosa. A los pocos días, ya conocía de vista a algunas chicas. Les sonreía, sin decir palabra, y continuaba mi trabajo. Comencé a poner algo de color en los dibujos, pues me di cuenta que se acercaban mucho más a mirar mi obra. Con el tiempo, ya comenzábamos a conversar, hasta que yo sentía que las cosas estaban a mi favor para intentarlo.
Me gustaría que pudieras modelar para mi. Le dije por fin a una chica latina que no hablaba ni palabra de español. Me sonrío sin entender. Que quisiera dibujarte. La chica se río nerviosa. Desde el inicio comprendió, sin que yo se lo dijera, que me refería a pintarla desnuda.
¿Y que pasaría luego con el cuadro? Me preguntó. Pues nada, le dije, pues que podrías verlo y tal vez alguna vez yo lo expondría.
No me parece un buen trato, me dijo entre risas. Si tu me pintas, yo me lo quedo.
La miré a los ojos. Me detuve en la forma de sus claviculas. Vestía un jeans azul ajustado y una camiseta gris. La chica, sin ser bella, tenía un cuerpo de esos que es delicioso pintar. Lo pensé un instante y le hice una contraoferta.
Yo siempre hago primer un boceto, le dije. En realidad, varios. Luego, sobre ellos, hago la pintura. Si me dejas pintarte, puedes elegir cualquiera de los bocetos.
Ella me miro, nuevamente, risueña.
Hoy tuve que salir. Hubiera querido evitarlo, pero ya no hubo forma. Mi representante me dice que no puedo seguir encerrado. Que por un rato pasa. Que puede justificarme, pero que ya van dos meses de no mostrar ni la nariz, y que si quiero seguir en la cumbre debo darle en el gusto a quienes me quieren ver.
Esto no es París en los años 20. Es Nueva York en Siglo XXI y las cosas funcionan más o menos así:
Alguien te descubre. Digamos una galería o un coleccionista. Y comienza a comprarte algunas cosas. O a conseguir que alguien las compre. Cuando el dinero ya está en tus manos, te das cuenta que te has transformado, de pronto y sin que nadie lo hubiera advertido, en una empresa que cotiza en la bolsa. Aquellos que gastaron dinero en ti, o que consiguieron que alguien más lo hiciera, necesitan que tus cosas de vendan más, y más caro. Tu crees que haber logrado vender tu primera pintura en unos cien mil dólares ya era la gloria. Pero no. Resulta que tienes que vender más y más caro, porque de otra manera nadie pagará esos cien mi dólares, nunca más, y habrás hecho perder dinero a tus nuevo amigos. Aquí se requiere estar varios años arriba. Si no lo logras, todo se va a la basura, y con suerte te quedan los ahorros. Pero no hay muchos términos medios. Eres o no eres. Te compra el MOMA o no. Te contrata Saatchi, o eres un cadáver.
A mi me descubrieron por casualidad. Y no se crean que siempre es así. La mayoría de las veces no hay ninguna casualidad. Las galerías y los comisarios y todos los burócratas del arte llegan a las universidades más famosas y buscan a los chicos de moda. Los toman y los hacen famosos. A veces resulta. A veces no. Es el riesgo.
Lo mío, en cambio, fue raro. Como todo en mi vida.
No hago arte conceptual. No hago instalaciones. Casi no sé nada de teoría y sería incapaz de imaginar las cosas que imaginan la mayoría de los artistas jóvenes de Nueva York. Yo lo que sé hacer es dibujar, y con eso, habría estado condenado a hacer retratos de turistas en la orilla del Central Park.
Llegué aquí hace tres años. Justo cuando cumplía los treinta. Viejo para los cánones actuales. Casi un anciano, si se considera que nunca había hecho una exposición individual y que mi “arte” resultó ser banal, clásico y aburrido para todas las galerías.
Llegué a hacer un programa bastante mediocre de uso del color en la NYU. La idea era vivir de una beca miserable y mal habida por unos 6 meses y luego volver a lo mío.
Pero me enamoré de esta ciudad y me quedé. Ilegal. Pobre como una rata. Haciendo exactamente lo mismo que hace todo ilegal recién llegado a USA. Trabajar en una cocina lavando platos.
Ganaba seis dólares la hora. Pero solo trabajaba de noche. Desde las siete hasta las cuatro. Llegaba a mi pieza en Harlem a las cinco. Dormía, con suerte, hasta las 10 y me levantaba a pintar. Durante más de un año sólo trabajé, viví y respiré para comprar pintura y legalizar mis papeles. Pero antes de haber legalizado nada, alguien me descubrió.
III
Dije que hoy salí. Si, las presiones de mi representante. Todo eso de cómo funcionan las cosas. Ya lo dije.
Finalmente accedí a ir a la inauguración de la nueva exposición de un colega japonés en Chelsea. Se llama Tooru y me cae bien. Hace unas instalaciones con sombras y luces. Cosas extrañas, como casi todos aquí. También prepara un Sushi increíble y toca el Saxo mucho mejor que yo. Aunque en realidad lo que más me gusta de él es su novia. Una vietnamita que vino a estudiar cine en Columbia.
Las orientales no tienen culo. Casi nunca. En cambio Nguyen, que así se llama la chica, debe tener algo de África, pienso, porque tiene unas nalgas redondas completamente perfectas. Yo la miro cada vez que puedo. Suele usar faldas largas y de tela delgada, y su culo se marca como si se tratara de un par de manzanas.
Por supuesto, no me he atrevido a proponerle a Nigui (así le digo yo, porque no sé pronunciar su nombre y ella se ríe mucho de mi) hacer nada con su culo. Creo que Tooru lo tomaría a mal. No lo he dicho, pero a mi lo único que me interesa son los cuerpos de las mujeres. Me refiero a que todo mi arte se trata de cuerpos de mujeres. Pero eso es una historia más complicada. Mucho más complicada.
Llegué tarde a Chelsea. La inauguración era a las siete. Entré por la puerta a las ocho en punto. Ya todo el mundo estaba allí. De inmediato comencé a buscar el culo de Nigui. No lo encontré. Todo el mundo me abrazaba y me felicitaba. Yo ya no podía recordar el motivo de las felicitaciones. Tal vez lo del Guggenheim. O lo de Londres. Qué se yo. A mi lo que me importaba era encontrar a Nigui.
Recuerdo la primera vez que la vi. Fue hace poco más de un año. Había quedado de juntarme con Tooru en su estudio de Harlem. Un Domingo por la tarde, con la idea de ver algunas películas viejas. Cuando un japonés te invita a su casa hay que entender que se trata de algo especial. Pero mucho más cuando alguien te invita a venir un Domingo por la tarde, y no a una fiesta con mucha gente y ruido.
Tomé el metro cerca de las tres. Yo ya llevaba algún tiempo en mi Loft de Brooklin Heights. Caminé unas cuadras hasta la estación y me subí a un vagón casi completamente vacío. A mi espalda, dos mujeres del medio oriente hablaban en voz baja. Ninguna se había sentado, aunque todos los asientos estaban desocupados. Por un rato, tampoco fui capaz de sentarme, pero al fin comenzaron a dolerme los pies por lo que me alejé de las alegres comadres y me senté en el otro extremo ojeando un New York Time del día anterior que alguien había olvidado.
Miré la hora. Aún era temprano. Tooru me había dicho que llegara a eso de las 5. Aún no eran las cuatro. Decidí bajar antes y caminar un rato por la 125. Aún quedaban unos pocos autobuses de turistas recogiendo sus cosas para volver al Manhattan blanco. Miré hacia una de las iglesias bautistas, ya vacía. Es muy extraña la fascinación de los blancos por las misas Gospel. Cuando vivía en el barrio, a veces me daban ganas de aparecer con un palo y sacarlos a patadas. Pero no soy negro. Ni siquiera soy cristiano, por lo que habría sido un gesto bastante gratuito e histérico. También solía imaginar qué pasaría si todo se diera vuelta. Buses y más buses de turistas negros, de Brasil, Cuba, el Congo, Ruanda, Kenia. Todos cargados con cámaras fotográficas y camisetas estampadas con la palabra New York City, entrando un viernes por la tarde en las sinagogas del Upper West Side.
Miro hacia el Sur. Luego hacia el Este. Maquinaria pesada. Al borde del Central Park se construye una enorme torre. Este es el renacimiento de Harlem. Puro negocio inmobiliario.
IV
Tooru vive en el West. Cerca de la Universidad. Son varias cuadras de caminata desde el centro. Llegue a las cinco en punto y toqué el timbre del edificio. De inmediato escuché una voz aguda y divertida. Era Nigui. Pregunté por Tooru y me abrió la puerta. Subí por un ascensor nuevo pero que trataba de replicar uno antiguo. Con rejas. Muy minimal.
El “Studio” de Tooru resultó ser mucho más grande de lo que pensé. Unos doscientos metros cuadrados. Y techos altos. Casi tres metros. Me gustó. Si no fuera porque mi loft tiene casi quinientos metros y techos de seis o más, lo habría envidiado. La idea de la envidia me pasó por la cabeza, como un mal sueño, como un recuerdo de la época en la que envidiaba las casas bonitas. Cuando vi a Nigui, no sentí nada especial. Una chica oriental, bajita. De rostro agradable. Algo redondo. Pechos pequeños. Vestida con una falda larga de estilo hindú. No sentí envidia de Tooru. No hasta que ella me dio la espalda.
Mi amigo estaba sentado en un sillón de cuero rojo, muy moderno. A su espalda todo el muro estaba repleto de libros. Él leía, como si no se hubiera percatado de mi presencia. Un libro en Inglés. Me acerqué a saludarlo y traté de reconocer al autor. Un nombre oriental que no conocía. Algo relacionado con Kafka. Supuse que sería una biografía o algo así. A los pocos segundos, dejó tranquilamente el libro, se puso se pie y me dio la mano.
¿Qué tal? Dijo
Y yo respondí. Muy bien. ¿Y tú?
Muy bien, me respondió.
Fue entonces cuando la vi. Nigui había salido de escena. Y de pronto apareció nuevamente, con una bandeja con tasas de té. Se agachó frente a una mesa grande y baja rodeada de almohadones negros y blancos. Yo me di vuelta instintivamente y me quedé mudo ante sus nalgas. Perfectas. Tal vez las más perfectas que haya visto en mi vida. Me costaba un mundo pensar que podían pertenecer a una chica oriental. Por un momento casi digo algo. Una referencia natural a la belleza de esas nalgas, pero por fortuna me di cuenta a tiempo de que habría sido una grave impertinencia y volví el rostro hacia Tooru.
Muéstrame tu casa, Tooru, le dije con la voz más natural que encontré.
Él me sonrío, como si comprendiera todo e indicó con un dedo la mesa. Five O’clock Tee, murmuró entre dientes. Después del té la recorremos, me dijo con su divertido acento. Caminamos juntos hacia la mesa y nos sentamos con las piernas cruzadas.
El te estaba delicioso. Miré a Nigui que rellenaba las pequeñas tasas con naturalidad y sentí envidia de Tooru. Mucha envidia.
V
Camino por la galería. Reconozco gente. Me saludan. Doy abrazos. Doy besos. Soy un ídolo. Mis meses de ausencia, pienso, sólo lograron hacerme más grande. Todos creen que preparo algo importante. Estamos en Septiembre. Viene la bienal de arte americano, todos saben que he sido invitado. Será porque soy americano, me río, sudamericano. ¿Quién los entiende?
Lo que pasa es que estoy de moda. Soy la moda.
Cuando vivía en Chile era nadie. A penas algo más que nadie. Estudié Bellas Artes en la Chile. ¿Y? y nada. A quien le importa. Me titulé con modestos honores y durante algún tiempo fui ayudante del famoso ramo de Dibujo. Dibujo I. Dibujo II. Dibujo III. Dibujo IV. ¿Alguien lo puede creer? Son 8 horas a la semana. Durante cuatro años. Considerando que un año académico tiene unas 36 semanas, un alumno de arte ha tenido, en total, unas doscientas ochenta y ocho horas de dibujo al año, osea, más de mil cien horas en toda la carrera. ¡Y casi ninguno aprende a dibujar!
Yo aprendí a dibujar. Dibujo bien. Enseño bien. Aunque mis motivaciones, entonces y también ahora, eran las que se puede suponer si se me conoce un poco. Me gustan las modelos. Adoro a las modelos. Incluso a las feas. A las gordas. A la viejas teñidas. Pero claro, mucho más a las jóvenes. A las estudiantes de teatro o de danza.
Por eso nunca tuve realmente un estilo. Dibujaba cuerpos. A veces me atrevía y los pintaba. Me salían bastante bien, pero nada interesante. Nada que destacara. Y me fui quedando. Seguí haciendo algunas clases en la Escuela. Luego de un par de años, una cátedra en una Universidad privada y muy cara. Estaba bien. No ganaba tan mal. No necesitaba vender mis cuadros. Sólo pintaba para acumular más y más imágenes de mujeres desnudas.
Pero ya les dije. Todo fue una casualidad.
Mientras vivía en Harlem y limpiaba platos me dediqué con toda conciencia a buscar modelos. No era tan fácil como en Chile. Las modelos eran baratas. Y a la vez, yo había desarrollado un instinto perfecto para saber cuando una chica quería ser pintada desnuda por un desconocido. Ustedes no se pueden imaginar a cuantas chicas retraté en esos años. Yo lo sé. Llevo la cuenta exacta. Fueron novecientas sesenta y cinco, entre 1994 y 2003. Más de cien por año. Una cada tres días.
Aquí todo comenzó con dificultad. Nueva York está repleto de artistas. Completamente repleto. Y nada sorprende a nadie. Mientras estuve en NYU no fue tan complicado. Tomé algunos cursos de dibujo de cuerpo humano. Eso es igual en todas partes.
Pero luego, cuando decidí quedarme, ya estaba solo conmigo. ¿Pueden imaginarlo? Solitario. Pobre. Mal vestido. Con aroma a platos y detergente en las manos y sólo mi sonrisa a cuestas.
Tuve que idear una estrategia. Aquí la gente desconfía. No es cosa de decir, soy pintor, me gustaría hacerte un retrato. Quítate la ropa.
Lo primero que necesitaba era demostrar que soy bueno en esto. Bueno para las chicas, claro, nunca se me ocurrió tratar de ser bueno para los críticos de arte de Nueva York. Comencé, por lo tanto, frecuentando talleres de teatro o de danza. Sabía que son chicas bonitas y que le temen mucho menos a quitarse la ropa que otras. Me paraba a la salida, con mi atril, y dibujaba el edificio. Los árboles. Cualquier cosa. A los pocos días, ya conocía de vista a algunas chicas. Les sonreía, sin decir palabra, y continuaba mi trabajo. Comencé a poner algo de color en los dibujos, pues me di cuenta que se acercaban mucho más a mirar mi obra. Con el tiempo, ya comenzábamos a conversar, hasta que yo sentía que las cosas estaban a mi favor para intentarlo.
Me gustaría que pudieras modelar para mi. Le dije por fin a una chica latina que no hablaba ni palabra de español. Me sonrío sin entender. Que quisiera dibujarte. La chica se río nerviosa. Desde el inicio comprendió, sin que yo se lo dijera, que me refería a pintarla desnuda.
¿Y que pasaría luego con el cuadro? Me preguntó. Pues nada, le dije, pues que podrías verlo y tal vez alguna vez yo lo expondría.
No me parece un buen trato, me dijo entre risas. Si tu me pintas, yo me lo quedo.
La miré a los ojos. Me detuve en la forma de sus claviculas. Vestía un jeans azul ajustado y una camiseta gris. La chica, sin ser bella, tenía un cuerpo de esos que es delicioso pintar. Lo pensé un instante y le hice una contraoferta.
Yo siempre hago primer un boceto, le dije. En realidad, varios. Luego, sobre ellos, hago la pintura. Si me dejas pintarte, puedes elegir cualquiera de los bocetos.
Ella me miro, nuevamente, risueña.
Ok, dijo.
¿Cuándo?
VI
Durante varios meses, pinté a July, la bailarina, y dormí con ella. También pinté a varias de sus compañeras. Todas querían sus bocetos, y algunas también se quedaban a dormir. Me divierte saber que esos bocetos hoy día valen algo. Que lo que hice durante años, sin que a nadie le interesara, hoy es redescubierto. Revistado. De hecho, supe que una editorial quiere hacer un libro con mi “primera época”.
Pero ya nada es así. No sé como llegué a esto. Cómo pude perder el interés. Cómo dejó de conmoverme cada detalle del cuerpo de una mujer.
Había escuchado mil veces el caso de tipos ricos y famosos, que tenían tantas chicas que de pronto se aburrían y se volvían adictos, o descubrían que eran gay. Nunca lo entendí. Pensé que jamás podría dejar de mirar un abdomen, la curva de una cadera, el triangulo del pubis, y sentir desesperación. Una necesidad imperiosa de obtener ese pedazo de universo para mí.
Pero ya ven. Estoy aburrido. Y me he vuelto peligroso.
Me detengo frente a una instalación gigante de Tooru. La contemplo. Estoy prácticamente solo en una enorme habitación blanca. Alguien me ha dicho que fue construida especialmente para esta obra. Miro hacia el techo. Miro hacia los costados. No logro descubrir de donde viene la luz. Desde dónde se proyectan las sombras que parecen flotar sobre el piso. Se mueven. Cuentan una historia que no comprendo. Me recuerdan un truco de magia. O el péndulo de Foucault. Pero no hay cuerdas. Ni rastros.
De pronto siento a mi espalda una presencia. Es Nigui. Lo sé. Me doy vuelta. Ella sonríe. Nos saludamos con dos besos rápidos en las mejilas. Luego ella se para a mi lado a contemplar las sombras. La miro de reojo. Me alejo unos pasos para que el perfil de sus nalgas quede a la vista. Ahí están. Perfectas. Pero yo no siento nada. Ella me mira y veo algo de pena en sus ojos. Tal vez se dio cuenta, pienso.
Sé que ella sabe que sus nalgas son maravillosas. Y sabe también que he pintado otras mucho menos admirables. Me imagino que se habrá preguntado alguna vez por qué no se lo he propuesto. Y se habrá respondido que por respeto a Tooru, que es uno de mis únicos amigos. Pero ahora, sin embargo, siente pena. Pena porque ya no es el respeto lo que me aleja de su culo, sino el desinterés. Quisiera explicarle que no es ella, que soy yo. Pero el sólo pensarlo me hace reír por dentro. No eres tú, Nigui. Tu culo sigue siendo el más bello del mundo. Soy yo el que ya no siente nada. Me río. Me río en voz alta sin darme cuenta. Y ella también se ríe. No sé por qué se ríe Nigui. Me doy vuelta para preguntárselo pero justo en ese momento aparece Tooru por la entrada de la sala. Está vestido de negro, como siempre. Lleva una camisa blanca. Chaqueta lisa. El pelo corto. Los ojos despiertos y pequeños. Nos vemos. Me hace un gesto de sorpresa. Sé que está contento de verme aquí. Nos abrazamos. Nos damos un beso en la mejilla. Comenzamos a hablar. Nigui no se nos une. Nunca se integra cuando hablamos. De pronto da un paso al lado. Se disculpa con una sonrisa y sale del cuarto. Yo la miro de espaldas y por un segundo vuelvo a inquietarme con la belleza de su culo. Sonrío. Esto se parece a la impotencia, pienso, pero tal vez es peor.
VII
Mi día de descanso era el Domingo. Me levantaba tarde. Llevaba la ropa a la tintorería. Caminaba por el barrio mirando. Buscando. En esa época, pocas veces logré pintar a una chica afro-americana. De hecho fueron sólo dos. Ya les contaré.
Ese Domingo volvía a mi casa temprano. Quería descansar. Traía conmigo mi cuaderno de croquis y algunos lápices.
Al llegar vi a una chica sentada en la escalera de mi edificio. Fumaba. Al acercarme, y antes de fijarme realmente en ella, sentí un aroma penetrante a tabaco negro. Cuando me vio se puso de pie, se arregló la falda y el pelo largo y desordenado y me sonrío.
Pablo, ¿no?
Me habló en Español. Con un leve acento del Río de la Plata.
Sí, le contesté.
Me tendió una mano huesuda y grande.
Soy Silvina.
La miré de vuelta con curiosidad. Su cara me resultaba conocida, pero no era capaz de recordar de donde. Era una chica de aspecto cuidadosamente descuidado. Como si el desorden de cada hebra de su pelo hubiera requerido varias horas de trabajo.
¿No me invitás a entrar? Me dice riendo, mientras guarda el paquete de cigarrillos en el bolso. Miro de reojo la cajetilla: azul y roja. Recuerdo bien esos cigarros negros y perfumados. Sólo se venden en la Argentina.
No se me habría ocurrido imaginar a una chica fumando de esos. Pero en realidad, tampoco habría podido imaginar nada de nada sobre Silvina.
¿Qué si entramos? Me dice ya de pie y con el bolso bajo el brazo. Se ríe. Yo me río.
Claro, claro, le digo sin entender aún mucho de nada. Pasa, le digo al mismo tiempo que abro la reja del edificio y comienzo a advertirle que se trata de un cuarto piso sin ascensor.
Silvina sigue caminando, risueña, toma aire, y comienza a seguirme por las escaleras con pasos cortos. Lleva una falda de gitana y una camiseta naranja muy ajustada que dice: Why Not!.
Llegamos a mi casa, que era a penas algo más que un cuarto con cocina y baño. Mi cama pequeña en un rincón y todo el resto del lugar ocupado por mis materiales de pintura. Hay sólo un motivo por el que escogí este lugar, entre todos los espacios húmedos y estrechos que encontré.
La luz.
Silvina se para frente a las dos grandes ventanas que dan al norte. Es Marzo. Inicio de la Primavera. Se suelta el pelo amarillento. Lo deja caer poco a poco, sin sensualidad, más bien como quien recorre las páginas de un libro.
Me mira y asiente. Buena luz, ché. Muy buena luz.
Yo asiento de vuelta, y antes de preguntarle qué hace aquí, ella comienza a recorrer mis bocetos, croquis y pinturas a medio terminar, separando varias.
¿Cuánto? Me pregunta.
Yo la miro sin comprender.
¿Cuándo?
VI
Durante varios meses, pinté a July, la bailarina, y dormí con ella. También pinté a varias de sus compañeras. Todas querían sus bocetos, y algunas también se quedaban a dormir. Me divierte saber que esos bocetos hoy día valen algo. Que lo que hice durante años, sin que a nadie le interesara, hoy es redescubierto. Revistado. De hecho, supe que una editorial quiere hacer un libro con mi “primera época”.
Pero ya nada es así. No sé como llegué a esto. Cómo pude perder el interés. Cómo dejó de conmoverme cada detalle del cuerpo de una mujer.
Había escuchado mil veces el caso de tipos ricos y famosos, que tenían tantas chicas que de pronto se aburrían y se volvían adictos, o descubrían que eran gay. Nunca lo entendí. Pensé que jamás podría dejar de mirar un abdomen, la curva de una cadera, el triangulo del pubis, y sentir desesperación. Una necesidad imperiosa de obtener ese pedazo de universo para mí.
Pero ya ven. Estoy aburrido. Y me he vuelto peligroso.
Me detengo frente a una instalación gigante de Tooru. La contemplo. Estoy prácticamente solo en una enorme habitación blanca. Alguien me ha dicho que fue construida especialmente para esta obra. Miro hacia el techo. Miro hacia los costados. No logro descubrir de donde viene la luz. Desde dónde se proyectan las sombras que parecen flotar sobre el piso. Se mueven. Cuentan una historia que no comprendo. Me recuerdan un truco de magia. O el péndulo de Foucault. Pero no hay cuerdas. Ni rastros.
De pronto siento a mi espalda una presencia. Es Nigui. Lo sé. Me doy vuelta. Ella sonríe. Nos saludamos con dos besos rápidos en las mejilas. Luego ella se para a mi lado a contemplar las sombras. La miro de reojo. Me alejo unos pasos para que el perfil de sus nalgas quede a la vista. Ahí están. Perfectas. Pero yo no siento nada. Ella me mira y veo algo de pena en sus ojos. Tal vez se dio cuenta, pienso.
Sé que ella sabe que sus nalgas son maravillosas. Y sabe también que he pintado otras mucho menos admirables. Me imagino que se habrá preguntado alguna vez por qué no se lo he propuesto. Y se habrá respondido que por respeto a Tooru, que es uno de mis únicos amigos. Pero ahora, sin embargo, siente pena. Pena porque ya no es el respeto lo que me aleja de su culo, sino el desinterés. Quisiera explicarle que no es ella, que soy yo. Pero el sólo pensarlo me hace reír por dentro. No eres tú, Nigui. Tu culo sigue siendo el más bello del mundo. Soy yo el que ya no siente nada. Me río. Me río en voz alta sin darme cuenta. Y ella también se ríe. No sé por qué se ríe Nigui. Me doy vuelta para preguntárselo pero justo en ese momento aparece Tooru por la entrada de la sala. Está vestido de negro, como siempre. Lleva una camisa blanca. Chaqueta lisa. El pelo corto. Los ojos despiertos y pequeños. Nos vemos. Me hace un gesto de sorpresa. Sé que está contento de verme aquí. Nos abrazamos. Nos damos un beso en la mejilla. Comenzamos a hablar. Nigui no se nos une. Nunca se integra cuando hablamos. De pronto da un paso al lado. Se disculpa con una sonrisa y sale del cuarto. Yo la miro de espaldas y por un segundo vuelvo a inquietarme con la belleza de su culo. Sonrío. Esto se parece a la impotencia, pienso, pero tal vez es peor.
VII
Mi día de descanso era el Domingo. Me levantaba tarde. Llevaba la ropa a la tintorería. Caminaba por el barrio mirando. Buscando. En esa época, pocas veces logré pintar a una chica afro-americana. De hecho fueron sólo dos. Ya les contaré.
Ese Domingo volvía a mi casa temprano. Quería descansar. Traía conmigo mi cuaderno de croquis y algunos lápices.
Al llegar vi a una chica sentada en la escalera de mi edificio. Fumaba. Al acercarme, y antes de fijarme realmente en ella, sentí un aroma penetrante a tabaco negro. Cuando me vio se puso de pie, se arregló la falda y el pelo largo y desordenado y me sonrío.
Pablo, ¿no?
Me habló en Español. Con un leve acento del Río de la Plata.
Sí, le contesté.
Me tendió una mano huesuda y grande.
Soy Silvina.
La miré de vuelta con curiosidad. Su cara me resultaba conocida, pero no era capaz de recordar de donde. Era una chica de aspecto cuidadosamente descuidado. Como si el desorden de cada hebra de su pelo hubiera requerido varias horas de trabajo.
¿No me invitás a entrar? Me dice riendo, mientras guarda el paquete de cigarrillos en el bolso. Miro de reojo la cajetilla: azul y roja. Recuerdo bien esos cigarros negros y perfumados. Sólo se venden en la Argentina.
No se me habría ocurrido imaginar a una chica fumando de esos. Pero en realidad, tampoco habría podido imaginar nada de nada sobre Silvina.
¿Qué si entramos? Me dice ya de pie y con el bolso bajo el brazo. Se ríe. Yo me río.
Claro, claro, le digo sin entender aún mucho de nada. Pasa, le digo al mismo tiempo que abro la reja del edificio y comienzo a advertirle que se trata de un cuarto piso sin ascensor.
Silvina sigue caminando, risueña, toma aire, y comienza a seguirme por las escaleras con pasos cortos. Lleva una falda de gitana y una camiseta naranja muy ajustada que dice: Why Not!.
Llegamos a mi casa, que era a penas algo más que un cuarto con cocina y baño. Mi cama pequeña en un rincón y todo el resto del lugar ocupado por mis materiales de pintura. Hay sólo un motivo por el que escogí este lugar, entre todos los espacios húmedos y estrechos que encontré.
La luz.
Silvina se para frente a las dos grandes ventanas que dan al norte. Es Marzo. Inicio de la Primavera. Se suelta el pelo amarillento. Lo deja caer poco a poco, sin sensualidad, más bien como quien recorre las páginas de un libro.
Me mira y asiente. Buena luz, ché. Muy buena luz.
Yo asiento de vuelta, y antes de preguntarle qué hace aquí, ella comienza a recorrer mis bocetos, croquis y pinturas a medio terminar, separando varias.
¿Cuánto? Me pregunta.
Yo la miro sin comprender.
¿Qué cuanto me cobrás por estos? Me dice.
Desde hace años que no vendía un cuadro. Ni siquiera se me había ocurrido hacerlo. Miro la ruma que ha separado. Es más del setenta por ciento de lo que he juntado. Unos veinte cuados, entre pequeños y medianos. Y la gran mayoría de los dibujos con color. Más de cien.
Estoy seguro de haber palidecido. Ella se sienta en el suelo y comienza a mirarlos uno a uno.
Yo no tengo la menor idea de qué decir. Hago un cálculo mental rápido. Cuanto he gastado entre telas y pinturas. Unos dos mil dólares. La veo concentrada en uno de los varios retratos de July. Ella está desnuda, sentada sobre un almohadón casi en el mismo lugar dónde ella se ha sentado. Es una pintura especialmente realista. Se parece peligrosamente a una foto. Es buena, pero como siempre, le falta algo.
Ese no está a la venta, le digo sin pensarlo.
Ella me mira y cierra los ojos. Lo deja a un lado.
Ok. Me dice. Este no está a la venta.
¿Cuanto por todos los demás?
Me doy cuenta de que no estoy en condiciones de blufear. Ni de hacerme el seguro.
Mira, le digo, en realidad no tienen precio. No tengo ni idea. Hace mucho que no vendo un cuadro y…
Ella se pone de pie de un brinco y me mira a los ojos.
Ok. Me dice. Tratemos de hacer esto más fácil. ¿En cuanto vendiste el último cuadro?
Yo hago memoria y le digo la verdad. Un desnudo que vendí en Santiago a un amigo que tenía un bar. Lo compró para ponerlo en el baño de hombre. Un metro de largo por setenta de ancho. Le cobré doscientos mil. Fue un buen precio. Se lo cuento así, tal cual. Hago la conversión a dólares, más o menos al ojo. Pues, unos cuatrocientos dólares, le digo.
Ella me mira de nuevo. Comienza a contar los cuadros. Son veintitrés. A ese precio, serían unos ocho mil dólares, me dice.
Te ofrezco veinte mil, por todos, y me reagalas los dibujos.
La miro. Veinte mil dólares es una cifra enorme. Definitivamente incomprensible para mi realidad de los últimos años.
Me río.
¿Estás hablando en serio? Le digo sin dejar de reír.
Claro que sí, me dice, sacando del bolso una chequera de cuero y una pluma demasiado cara para pegar con su ropa.
Comienza a escribir el cheque. Yo me siento en una silla a mirarla.
Me lo pasa. Yo lo tomo y lo miro.
Ok, me dice. Mañana lo cobras. Una vez que estés seguro de que tenga fondos, me llamas y vengo a buscar los cuadros. Y ahí hablamos.
¡Ah!, me dice, como si olvidara algo importante.
Desde hace años que no vendía un cuadro. Ni siquiera se me había ocurrido hacerlo. Miro la ruma que ha separado. Es más del setenta por ciento de lo que he juntado. Unos veinte cuados, entre pequeños y medianos. Y la gran mayoría de los dibujos con color. Más de cien.
Estoy seguro de haber palidecido. Ella se sienta en el suelo y comienza a mirarlos uno a uno.
Yo no tengo la menor idea de qué decir. Hago un cálculo mental rápido. Cuanto he gastado entre telas y pinturas. Unos dos mil dólares. La veo concentrada en uno de los varios retratos de July. Ella está desnuda, sentada sobre un almohadón casi en el mismo lugar dónde ella se ha sentado. Es una pintura especialmente realista. Se parece peligrosamente a una foto. Es buena, pero como siempre, le falta algo.
Ese no está a la venta, le digo sin pensarlo.
Ella me mira y cierra los ojos. Lo deja a un lado.
Ok. Me dice. Este no está a la venta.
¿Cuanto por todos los demás?
Me doy cuenta de que no estoy en condiciones de blufear. Ni de hacerme el seguro.
Mira, le digo, en realidad no tienen precio. No tengo ni idea. Hace mucho que no vendo un cuadro y…
Ella se pone de pie de un brinco y me mira a los ojos.
Ok. Me dice. Tratemos de hacer esto más fácil. ¿En cuanto vendiste el último cuadro?
Yo hago memoria y le digo la verdad. Un desnudo que vendí en Santiago a un amigo que tenía un bar. Lo compró para ponerlo en el baño de hombre. Un metro de largo por setenta de ancho. Le cobré doscientos mil. Fue un buen precio. Se lo cuento así, tal cual. Hago la conversión a dólares, más o menos al ojo. Pues, unos cuatrocientos dólares, le digo.
Ella me mira de nuevo. Comienza a contar los cuadros. Son veintitrés. A ese precio, serían unos ocho mil dólares, me dice.
Te ofrezco veinte mil, por todos, y me reagalas los dibujos.
La miro. Veinte mil dólares es una cifra enorme. Definitivamente incomprensible para mi realidad de los últimos años.
Me río.
¿Estás hablando en serio? Le digo sin dejar de reír.
Claro que sí, me dice, sacando del bolso una chequera de cuero y una pluma demasiado cara para pegar con su ropa.
Comienza a escribir el cheque. Yo me siento en una silla a mirarla.
Me lo pasa. Yo lo tomo y lo miro.
Ok, me dice. Mañana lo cobras. Una vez que estés seguro de que tenga fondos, me llamas y vengo a buscar los cuadros. Y ahí hablamos.
¡Ah!, me dice, como si olvidara algo importante.
Yo creo que vendré a eso de las 12 del día. Por la luz. Compra una tela grande. La más grande que encuentres.
Antes de que pueda decir nada, Silvina está en la puerta, se despide con un beso en la mejilla y se marcha.
Yo me quedo en el cheque entre los dedos, mirando mis cuadros. No creo que los extrañe mucho, me digo.
Antes de que pueda decir nada, Silvina está en la puerta, se despide con un beso en la mejilla y se marcha.
Yo me quedo en el cheque entre los dedos, mirando mis cuadros. No creo que los extrañe mucho, me digo.
VIII
Hemos vuelto a la sala principal. Un fotógrafo le pregunta a Tooru si nos puede sacar una foto a los dos. Tooru sonríe y se me acerca. El fotógrafo dice que sigamos conversando, con las copas de champaña en la mano. Tooru asiente de esa manera en que sólo un japonés es capaz de asentir. Con una mezcla de respeto, resignación y falta de voluntad, que probablemente significa exactamente todo lo contrario.
Volvemos a caminar entre la gente. Los asistentes palmotean a Tooru y a mi intermitentemente. En una esquina, conversando de lo más animados, está Jessie, la australiana que se parece a Nicole Kidman y su nuevo novio. La miro desde lejos y ella me sonríe con un hielo que le brota de la comisura de los labios. El tipo es un financiero negro y brillante. Vestido con un traje impecable que debe ser armani y unos dientes blancos como perlas. Tooru los ve y se acerca sonriendo. A mi no me queda más que acompañarlo. Nos saludamos de dos besos con Jessie y con un apretón de manos con el novio que, lo quiera o no, me ha caído simpático.
Jessie me presenta a mí. Es obvio que a Tooru ya lo conoce.
El es Pablo Ortiz, le dice con un acento tan australiano que mi nombre me parece casi irreconocible. El tipo me sonríe. Por supuesto, Pablo, como estás. Me toma del brazo y me aparta del grupo.
Debe medir más de un metro noventa y yo, mientras me dejo arrastrar, estoy completamente seguro de que me va a golpear. Que me dejará sangrando en el suelo y luego volverá a su chica y a su copa de champaña. Me lo merezco, pienso, y me dejo guiar hasta que el hombre se inclina para hablarme en voz baja.
Me gustaría comprarlo, me dice en un volumen casi inaudible. Yo de inmediato comprendo. Habla del cuadro. Del famoso cuadro de casi cinco metros. Orange Crush.
Le sonrío.
Creo que es algo tarde, le digo. Tu ya debes saber que está vendido y que dudo que el Museo lo tenga en venta. Pero podrías preguntarles.
Él me sonríe de vuelta.
No me jodas. No hablo del Orange. Hablo del otro.
Sólo en ese momento caigo en cuanta. Ya sé de lo que me habla. Puta. Jessie es una mierda bocona.
No está a la venta, le digo.
El me toma con fuerza del brazo y me arrastra hasta afuera de la galería.
El aire frío me despierta. Debería gritar, pienso, pedir ayuda. Llamar a los guardias. Este tipo en cualquier momento me va a golpear. Pero nada de eso sucede.
Cambia completamente el tono de voz. Comienza a hablar con voz grave y completamente tranquila.
Señor Ortiz, no le pediría este favor si no fuera realmente importante para mí. No me dan celos. Nada de eso. Y si no lo hubiera visto, no me importaría. Orange está aquí, a pocas cuadras, ¿no?. ¿Me importa? No. No me importa. Mira Pablo, me dice, a mi me da igual todo lo que haya ocurrido. Creeme. A mi lo que me pasa es que me gustó mucho ese cuadro. Nunca he visto a Jessie más hermosa. No lo quiero para romperlo, viejo, me dice dándome un breve manotazo. Lo quiero para colgarlo en mi casa. ¿Entiendes?
Yo entiendo. Pero no quiero venderlo.
Se lo explico. A mi también me gusta, le digo.
El me mira y sonriendo me dice: Pero tu lo pintaste, viejo, tu lo pintaste, No tienes derecho a haberlo pintado y además guardarlo. ¿Te das cuenta?
Yo me doy cuenta. Me gusta como razona. Le sonrío.
Déjame pensarlo. Se lo digo en serio.
Él me sonríe y me toma nuevamente del brazo para volver a entrar.
Piensalo. Claro, claro. Tú sólo piénsalo.
Hemos vuelto a la sala principal. Un fotógrafo le pregunta a Tooru si nos puede sacar una foto a los dos. Tooru sonríe y se me acerca. El fotógrafo dice que sigamos conversando, con las copas de champaña en la mano. Tooru asiente de esa manera en que sólo un japonés es capaz de asentir. Con una mezcla de respeto, resignación y falta de voluntad, que probablemente significa exactamente todo lo contrario.
Volvemos a caminar entre la gente. Los asistentes palmotean a Tooru y a mi intermitentemente. En una esquina, conversando de lo más animados, está Jessie, la australiana que se parece a Nicole Kidman y su nuevo novio. La miro desde lejos y ella me sonríe con un hielo que le brota de la comisura de los labios. El tipo es un financiero negro y brillante. Vestido con un traje impecable que debe ser armani y unos dientes blancos como perlas. Tooru los ve y se acerca sonriendo. A mi no me queda más que acompañarlo. Nos saludamos de dos besos con Jessie y con un apretón de manos con el novio que, lo quiera o no, me ha caído simpático.
Jessie me presenta a mí. Es obvio que a Tooru ya lo conoce.
El es Pablo Ortiz, le dice con un acento tan australiano que mi nombre me parece casi irreconocible. El tipo me sonríe. Por supuesto, Pablo, como estás. Me toma del brazo y me aparta del grupo.
Debe medir más de un metro noventa y yo, mientras me dejo arrastrar, estoy completamente seguro de que me va a golpear. Que me dejará sangrando en el suelo y luego volverá a su chica y a su copa de champaña. Me lo merezco, pienso, y me dejo guiar hasta que el hombre se inclina para hablarme en voz baja.
Me gustaría comprarlo, me dice en un volumen casi inaudible. Yo de inmediato comprendo. Habla del cuadro. Del famoso cuadro de casi cinco metros. Orange Crush.
Le sonrío.
Creo que es algo tarde, le digo. Tu ya debes saber que está vendido y que dudo que el Museo lo tenga en venta. Pero podrías preguntarles.
Él me sonríe de vuelta.
No me jodas. No hablo del Orange. Hablo del otro.
Sólo en ese momento caigo en cuanta. Ya sé de lo que me habla. Puta. Jessie es una mierda bocona.
No está a la venta, le digo.
El me toma con fuerza del brazo y me arrastra hasta afuera de la galería.
El aire frío me despierta. Debería gritar, pienso, pedir ayuda. Llamar a los guardias. Este tipo en cualquier momento me va a golpear. Pero nada de eso sucede.
Cambia completamente el tono de voz. Comienza a hablar con voz grave y completamente tranquila.
Señor Ortiz, no le pediría este favor si no fuera realmente importante para mí. No me dan celos. Nada de eso. Y si no lo hubiera visto, no me importaría. Orange está aquí, a pocas cuadras, ¿no?. ¿Me importa? No. No me importa. Mira Pablo, me dice, a mi me da igual todo lo que haya ocurrido. Creeme. A mi lo que me pasa es que me gustó mucho ese cuadro. Nunca he visto a Jessie más hermosa. No lo quiero para romperlo, viejo, me dice dándome un breve manotazo. Lo quiero para colgarlo en mi casa. ¿Entiendes?
Yo entiendo. Pero no quiero venderlo.
Se lo explico. A mi también me gusta, le digo.
El me mira y sonriendo me dice: Pero tu lo pintaste, viejo, tu lo pintaste, No tienes derecho a haberlo pintado y además guardarlo. ¿Te das cuenta?
Yo me doy cuenta. Me gusta como razona. Le sonrío.
Déjame pensarlo. Se lo digo en serio.
Él me sonríe y me toma nuevamente del brazo para volver a entrar.
Piensalo. Claro, claro. Tú sólo piénsalo.
15 comentarios:
Viste!!! ya pasaste la primera página y estoy segura que no subiste todo lo que escribiste, no?
Me gusta, es ágil, tiene frescura, me gusta, pero eso qué importa!! lo único que importa es que empezaste y que vas a seguir escribiendo.
Un abrazo.
Me gusta.
Ese sentido de la despreocupacion por una cosa tan hermosa...
Un abrazo.
Pd.- Sigue escribiendo ok?
este hombre de dedos rasgados por la delicia de apoderar va agarrando forma... es pesismista, incrédulo, cierto morbo acompaña su desilución constante de ritmo interno... ¿cuando se paró ese corazón? ¿cuando dejo de escucharlo?... van siete, seis, cuatro dedos sangrando. ¿lo lograremos?...
Siempre... grábalo a contraluz, siempre tuya...
JULIIIII...Acá llegué!No me retes,plis...Estoy más dispersa que de costumbre,vió?jajajaja
JULI,una muchacha oriental con tan buen trasero?
Mmmmm...La dichosa imaginación todo lo puede,no?jajajajaja
Y concluís con la envidia,terrible pecado capital éste...
P.D.:Me dió terrible nostalgia,estos capítulos me recordaron a mi querido hermano,en su loft, en IBIZA,en MARBELLA...
Y yo a punto de instalarme con él de no ser por esas vueltas fortuitas del destino...
No quiero aburrirte más!
Y menos con mis recuerdos que despiertan constantes y llenos de añoranza...
TE DEJO MILLONES DE BESOS MI QUERIDISIMO AMIGO...
Presente...aquí estoy....si me buscas me encuentras...
Y eso es todo!!! a no!!! quiero más....no puedes cortarlo ahi, dejarnos absolutamente intrigados ¿y como lo descubrieron? ¿qué más paso?....
Me gustó, me atrapó....
¿Conoces alguno de esos lugares? ¿has estado en New York?.... me pareces muy bien documentado....
Un abrazo Julián...me gusta tu nombre es músical....Julián......
Titi
me lo he leído del tirón
y me voy a dormir
me encantó tu claridad
besos insomnes
Ya continué la lectura, me atrapa. Leia Kafka en la orilla???
Las chicas que estudian teatro o danza le temen menos a sacarse la ropa??
Quiero seguir leyendo, quiero saber del protagonista, del coleccionista. Quiero leer más.
Julián...sigue siendo atrapante...seduce....quiero leer más...es entretenido...despierta el interés del un buen lector.....aún no queda claro como se hace famoso, pero se me ocurren algunas ideas......me sorprende que no sepamos su nombre ¿cómo se llama el personaje? ...me recuerda a un compañero de carrera hoy muy conocido en España...era todo un personaje como el tuyo....
Sigo pensando en cuando aparecerá el otro personaje...el que pierde a su mujer...
NY, es un ciudad impresionante.....más de alguna aventura o susto pase por esos lados, sé que no eres artista....¿cómo llegaste a interesarte en el arte?
Quiero leer más....(pero almuercé ¿ok?)
Me gusto eso de Tuyisimo jajaja
Besos
Titi
Se me olvidó comentar que comencé a leer
Rojo y Negro de Stendhal
Donde puedo ver alguna escultura en la net?
Besos,
Titi
Julian, me encantaria verlas, envialas a mi correo ¿ya? titicandia2@hotmail.com
Me parece ya un muy buen libro....
Odio y amor que fuertes sentimientos despierta una sola persona....pura pasión.
Besos....
Titi
Me atrapó tu historia, Julián.
Quería saber lo que había pasado con Tooru y Nigui...pasó algo más???? (Por que será que nos gusta la "romanticonada"???)
Fantás tico ese ir y venir entre los logros y el camino...lo difícil y humano que se entremezcla con el artista...
Mucha piel, mucha noche...muchos bocetos.
Me hiciste acordar un poco a la peli "Flash Dance"...la viste??? es viejita pero ella desea ser bailarina y entre las soldaduras y la gimnasia llega!!!!!
Gracias, Juli!!!! Sigue?
Julián...claro que esto es divertido....MUY...
Así que Pablo y Silvina....ella lo descubrió.....interesante..... por ella se vuelve famoso....simpre hay una mujer de esas que le mueven el piso a un hombre...¿y? ¿para qué es esa gran tela? ¿para qué la pinte a ella? eso seria muy obvio....¿o no?
Sigue!!! plissssss
Qué como estoy.......muy bien...."atrapada" por ti.
No me llegó el correo....algo hiciste mal jajajaja
intentalo de nuevo ¿ya?
Besotes....
Titi
me gusta como escribes y me gusta la historia
si de casualidades esta hecha la vida, bendita sea, asi te descubrieron
el arte es divino, a veces vivir de el deja momentos
te felicito
como va la venta del libro?
te dejo un abrazo y que estes muy bien
besitos
besos y sueños
JULIIIIIIIIIIIII...Tarde pero seguro lo mío,viste?jajajajaja
¡ADORO A SILVINA!
De verdad!
Me encanta esa sutil femeneidad,tan eterea,tan lánguida,tan perfil de fumadora de cigarrillos negros!jajajajaja
(aunque yo CERO parecido a la descripción de tu personaje)
A parte siento que SILVINA con su nivel intelectual,sus gustos,su estilo,y su garbo hará mucho más que adquirir esas obras,me equivoco?
Mmmmmm...Creo que hay más de SILVI,no?
No puede durar tan poco alguien tan especial que fuma PARISIENNES!!!!!!!!!!
JULI,GRACIAS TE ADORO AMIGO MIO...
MIS PUCHOS TAMBIEN AGRADECIDOS!jajajaajaj
MILES DE CHUIKSSSSSSSSSSSSSSS
Enhorabuena por los nuevos capítulos. Cómo enganchan.
Besos orgiásticos.
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