El Coleccionista. Cápitulos I al XIII corregidos.
I
Estoy aburrido. De todo. Especialmente de mí. No me soporto.
Volví a sentarme y miro por la ventana. ¡En verdad este lugar es la raja! Diseñé el loft exactamente como recordaba el de Nick Nolte, en “Apuntes del Natural”. La película de Scorsese en Historias de Nueva York, esa en que el pintor va a buscar a su mina al aeropuerto, que es la Roxana Arquette, y la lleva a su casa. No me acuerdo bien de la trama, pero en un momento ella está arriba tirando con otro y él está abajo con un lienzo gigante, pintando. Escuchándolo todo. La mina arriba jadiando. Gimiendo. El huevón pintando con furia. Con trazos grandes. Oscuros. Gastando y gastando colores.
Cuando vi la película pensé que eso era todo lo que se podía pedir para ser un artista de verdad. Ahora, solo, en mi puto Loft de Nueva York, frente a una tela casi tan grande como la de Nolte, miro para todos lados y estoy seco. No pasa nada. No llega nada. Mucho menos la Roxana Arquette. Pongo el disco, el original de Procol Harum, en una versión inglesa de 1972. Me da un poco de vergüenza sentirme tan mediocre, tan poca cosa, pero le subo el volumen hasta que la música me pone idiota. Completamente idiota. Ya no me puedo escuchar ni a mi mismo. Miro la tela. Miro los tarros de pintura y comienzo a tirar brochazos. Sin sentido. Sin tener ni idea de lo que busco.
Al principio mis manos se mueven torpes. Tratando simplemente de no cagarla. A pesar de la anestesia en mis oídos, de la música rebotando con los bajos contra mi pecho, no hago ninguna locura. Igual me controlo para no cagar una tela tan grande. Tan rica.
Había llegado a la sima del mundo. No podía cagarla justo ahora. Cuando todo se ve tan chico desde aquí. Cuando hasta esta ciudad se ve de lejos, más allá del Hudson y del puente.You must be the mermaid
who took Neptune for a ride.'
But she smiled at me so sadly
that my anger straightway died
No canto. Grito. Y lloro. Doy alaridos mientras por fin comienzo a pintar. Como si todo volviera a aparecer. Los fantasmas. Las pesadillas. El miedo y la furia que están a punto de llevarme más allá de lo que soporto. Aquí está la angustia. En mi garganta. En mis pulmones. Sube desde el estomago y me dan ganas de vomitar. Me siento como las huevas – creo que ya puedo pintar algo decente –
Volví a sentarme y miro por la ventana. ¡En verdad este lugar es la raja! Diseñé el loft exactamente como recordaba el de Nick Nolte, en “Apuntes del Natural”. La película de Scorsese en Historias de Nueva York, esa en que el pintor va a buscar a su mina al aeropuerto, que es la Roxana Arquette, y la lleva a su casa. No me acuerdo bien de la trama, pero en un momento ella está arriba tirando con otro y él está abajo con un lienzo gigante, pintando. Escuchándolo todo. La mina arriba jadiando. Gimiendo. El huevón pintando con furia. Con trazos grandes. Oscuros. Gastando y gastando colores.
Cuando vi la película pensé que eso era todo lo que se podía pedir para ser un artista de verdad. Ahora, solo, en mi puto Loft de Nueva York, frente a una tela casi tan grande como la de Nolte, miro para todos lados y estoy seco. No pasa nada. No llega nada. Mucho menos la Roxana Arquette. Pongo el disco, el original de Procol Harum, en una versión inglesa de 1972. Me da un poco de vergüenza sentirme tan mediocre, tan poca cosa, pero le subo el volumen hasta que la música me pone idiota. Completamente idiota. Ya no me puedo escuchar ni a mi mismo. Miro la tela. Miro los tarros de pintura y comienzo a tirar brochazos. Sin sentido. Sin tener ni idea de lo que busco.
Al principio mis manos se mueven torpes. Tratando simplemente de no cagarla. A pesar de la anestesia en mis oídos, de la música rebotando con los bajos contra mi pecho, no hago ninguna locura. Igual me controlo para no cagar una tela tan grande. Tan rica.
Había llegado a la sima del mundo. No podía cagarla justo ahora. Cuando todo se ve tan chico desde aquí. Cuando hasta esta ciudad se ve de lejos, más allá del Hudson y del puente.You must be the mermaid
who took Neptune for a ride.'
But she smiled at me so sadly
that my anger straightway died
No canto. Grito. Y lloro. Doy alaridos mientras por fin comienzo a pintar. Como si todo volviera a aparecer. Los fantasmas. Las pesadillas. El miedo y la furia que están a punto de llevarme más allá de lo que soporto. Aquí está la angustia. En mi garganta. En mis pulmones. Sube desde el estomago y me dan ganas de vomitar. Me siento como las huevas – creo que ya puedo pintar algo decente –
II
Hoy tuve que salir. Hubiera querido evitarlo, pero ya no hubo forma. Mi representante me dice que no puedo seguir encerrado. Que por un rato pasa. Que puede justificarme, pero que ya van dos meses de no mostrar ni la nariz, y que si quiero seguir en la cumbre debo darle en el gusto a quienes me quieren ver.
Esto no es París en los años 20. Es Nueva York en Siglo XXI y las cosas funcionan más o menos así:
Alguien te descubre. Digamos una galería o un coleccionista. Y comienza a comprarte algunas cosas. O a conseguir que alguien las compre. Cuando el dinero ya está en tus manos, te das cuenta que te has transformado, de pronto y sin que nadie lo hubiera advertido, en una empresa que cotiza en la bolsa. Aquellos que gastaron dinero en ti, o que consiguieron que alguien más lo hiciera, necesitan que tus cosas de vendan más, y más caro. Tu crees que haber logrado vender tu primera pintura en unos cien mil dólares ya era la gloria. Pero no. Resulta que tienes que vender más y más caro, porque de otra manera nadie pagará esos cien mi dólares, nunca más, y habrás hecho perder dinero a tus nuevo amigos. Aquí se requiere estar varios años arriba. Si no lo logras, todo se va a la basura, y con suerte te quedan los ahorros. Pero no hay muchos términos medios. Eres o no eres. Te compra el MOMA o no. Te contrata Saatchi, o eres un cadáver.
A mi me descubrieron por casualidad. Y no se crean que siempre es así. La mayoría de las veces no hay ninguna casualidad. Las galerías y los comisarios y todos los burócratas del arte llegan a las universidades más famosas y buscan a los chicos de moda. Los toman y los hacen famosos. A veces resulta. A veces no. Es el riesgo.
Lo mío, en cambio, fue raro. Como todo en mi vida.
No hago arte conceptual. No hago instalaciones. Casi no sé nada de teoría y sería incapaz de imaginar las cosas que imaginan la mayoría de los artistas jóvenes de Nueva York. Yo lo que sé hacer es dibujar, y con eso, habría estado condenado a hacer retratos de turistas en la orilla del Central Park.
Llegué aquí hace siete años. Acababa de cumplir los veintiocho. Viejo para los cánones actuales. Casi un anciano, si se considera que nunca había hecho una exposición individual y que mi “arte” resultó ser banal, clásico y aburrido para todas las galerías.
Llegué a hacer un programa bastante mediocre de uso del color en la NYU. La idea era vivir de una beca miserable y mal habida por unos seis meses y luego volver a lo mío en Chile.
Pero me enamoré de esta ciudad y me quedé. Ilegal. Pobre como una rata. Haciendo exactamente lo mismo que hace todo ilegal recién llegado a USA. Trabajar en una cocina lavando platos.
Ganaba seis dólares la hora. Pero solo trabajaba de noche. Desde las siete hasta las cuatro. Llegaba a mi pieza en Harlem a las cinco. Dormía, con suerte, hasta las 10 y me levantaba a pintar. Durante más de un año sólo trabajé, viví y respiré para comprar pintura y legalizar mis papeles. Pero antes de haber legalizado nada, alguien me descubrió.
III
Dije que hoy salí. Si, las presiones de mi representante. Todo eso de cómo funcionan las cosas. Ya lo dije.
Finalmente accedí a ir a la inauguración de la nueva exposición de un colega japonés en Chelsea. Se llama Tooru y me cae bien. Hace unas instalaciones con sombras y luces. Cosas extrañas, como casi todos aquí. También prepara un Sushi increíble y toca el Saxo mucho mejor que yo. Aunque en realidad lo que más me gusta de él es su novia. Una vietnamita que vino a estudiar cine en Columbia.
Las orientales no tienen culo. Casi nunca. En cambio Nguyen, que así se llama la chica, debe tener algo de África, pienso, porque tiene unas nalgas redondas completamente perfectas. Yo la miro cada vez que puedo. Suele usar faldas largas y de tela delgada, y su culo se marca como si se tratara de un par de manzanas.
Por supuesto, no me he atrevido a proponerle a Nigui (así le digo yo, porque no sé pronunciar su nombre y ella se ríe mucho de mi) hacer nada con su culo. Creo que Tooru lo tomaría a mal. No lo he dicho, pero a mi lo único que me interesa son los cuerpos de las mujeres. Me refiero a que todo mi arte se trata de cuerpos de mujeres. Pero eso es una historia más complicada. Mucho más complicada.
Llegué tarde a Chelsea. La inauguración era a las siete. Entré por la puerta a las ocho en punto. Ya todo el mundo estaba allí. De inmediato comencé a buscar el culo de Nigui. No lo encontré. Todo el mundo me abrazaba y me felicitaba. Yo ya no podía recordar el motivo de las felicitaciones. Tal vez lo del Guggenheim. O lo de Londres. Qué se yo. A mi lo que me importaba era encontrar a Nigui.
Recuerdo la primera vez que la vi. Fue hace poco más de un año. Había quedado de juntarme con Tooru en su estudio de Harlem. Un Domingo por la tarde, con la idea de ver algunas películas viejas. Cuando un japonés te invita a su casa hay que entender que se trata de algo especial. Pero mucho más cuando alguien te invita a venir un Domingo por la tarde, y no a una fiesta con mucha gente y ruido.
Tomé el metro cerca de las tres. Yo ya llevaba algún tiempo en mi Loft de Brooklin Heights. Caminé unas cuadras hasta la estación y me subí a un vagón casi completamente vacío. A mi espalda, dos mujeres del medio oriente hablaban en voz baja. Ninguna se había sentado, aunque todos los asientos estaban desocupados. Por un rato, tampoco fui capaz de sentarme, pero al fin comenzaron a dolerme los pies por lo que me alejé de las alegres comadres y me senté en el otro extremo ojeando un New York Time del día anterior que alguien había olvidado.
Miré la hora. Aún era temprano. Tooru me había dicho que llegara a eso de las cinco. Aún no eran las cuatro. Decidí bajar antes y caminar un rato por la 125. Aún quedaban unos pocos autobuses de turistas recogiendo sus cosas para volver al Manhattan blanco. Miré hacia una de las iglesias bautistas, ya vacía. Es muy extraña la fascinación de los blancos por las misas Gospel. Cuando vivía en el barrio, a veces me daban ganas de aparecer con un palo y sacarlos a patadas. Pero no soy negro. Ni siquiera soy cristiano, por lo que habría sido un gesto bastante gratuito e histérico. También solía imaginar qué pasaría si todo se diera vuelta. Buses y más buses de turistas negros, de Brasil, Cuba, el Congo, Ruanda, Kenia. Todos cargados con cámaras fotográficas y camisetas estampadas con la palabra New York City, entrando un viernes por la tarde en las sinagogas del Upper West Side.
Miro hacia el Sur. Luego hacia el Este. Maquinaria pesada. Al borde del Central Park se construye una enorme torre. Este es el renacimiento de Harlem. Puro negocio inmobiliario.
IV
Tooru vive en el West. Cerca de la Universidad. Son varias cuadras de caminata desde el centro. Llegue a las cinco en punto y toqué el timbre del edificio. De inmediato escuché una voz aguda y divertida. Era Nigui. Pregunté por Tooru y me abrió la puerta. Subí por un ascensor nuevo pero que trataba de replicar uno antiguo. Con rejas. Muy minimal.
El “Studio” de Tooru resultó ser mucho más grande de lo que pensé. Unos doscientos metros cuadrados. Y techos altos. Casi tres metros. Me gustó. Si no fuera porque mi loft tiene casi quinientos metros y techos de seis o más, lo habría envidiado. La idea de la envidia me pasó por la cabeza, como un mal sueño, como un recuerdo de la época en la que envidiaba las casas bonitas. Cuando vi a Nigui, no sentí nada especial. Una chica oriental, bajita. De rostro agradable. Algo redondo. Pechos pequeños. Vestida con una falda larga de estilo hindú. No sentí envidia de Tooru. No hasta que ella me dio la espalda.
Mi amigo estaba sentado en un sillón de cuero rojo, muy moderno. A su espalda todo el muro estaba repleto de libros. Él leía, como si no se hubiera percatado de mi presencia. Un libro en Inglés. Me acerqué a saludarlo y traté de reconocer al autor. Un nombre oriental que no conocía. Algo relacionado con Kafka. Supuse que sería una biografía o algo así. A los pocos segundos, dejó tranquilamente el libro, se puso se pie y me dio la mano.
¿Qué tal? Dijo
Y yo respondí. Muy bien. ¿Y tú?
Muy bien, me respondió.
Fue entonces cuando la vi. Nigui había salido de escena. Y de pronto apareció nuevamente, con una bandeja con tasas de té. Se agachó frente a una mesa grande y baja rodeada de almohadones negros y blancos. Yo me di vuelta instintivamente y me quedé mudo ante sus nalgas. Perfectas. Tal vez las más perfectas que haya visto en mi vida. Me costaba un mundo pensar que podían pertenecer a una chica oriental. Por un momento casi digo algo. Una referencia natural a la belleza de esas nalgas, pero por fortuna me di cuenta a tiempo de que habría sido una grave impertinencia y volví el rostro hacia Tooru.
Muéstrame tu casa, Tooru, le dije con la voz más natural que encontré.
Él me sonrío, como si comprendiera todo e indicó con un dedo la mesa. Five O’clock Tee, murmuró entre dientes. Después del té la recorremos, me dijo con su divertido acento. Caminamos juntos hacia la mesa y nos sentamos con las piernas cruzadas.
El te estaba delicioso. Miré a Nigui que rellenaba las pequeñas tasas con naturalidad y sentí envidia de Tooru. Mucha envidia.
V
Camino por la galería. Reconozco gente. Me saludan. Doy abrazos. Doy besos. Soy un ídolo. Mis meses de ausencia, pienso, sólo lograron hacerme más grande. Todos creen que preparo algo importante. Estamos en Septiembre. Viene la bienal de arte americano, todos saben que he sido invitado. Será porque soy americano, me río, sudamericano. ¿Quién los entiende?
Lo que pasa es que estoy de moda. Soy la moda.
Cuando vivía en Chile era nadie. A penas algo más que nadie. Estudié Bellas Artes en la Chile. ¿Y? y nada. A quien le importa. Me titulé con modestos honores y durante algún tiempo fui ayudante del famoso ramo de Dibujo. Dibujo I. Dibujo II. Dibujo III. Dibujo IV. ¿Alguien lo puede creer? Son 8 horas a la semana. Durante cuatro años. Considerando que un año académico tiene unas 36 semanas, un alumno de arte ha tenido, en total, unas doscientas ochenta y ocho horas de dibujo al año, osea, más de mil cien horas en toda la carrera. ¡Y casi ninguno aprende a dibujar!
Yo aprendí a dibujar. Dibujo bien. Enseño bien. Aunque mis motivaciones, entonces y también ahora, eran las que se puede suponer si se me conoce un poco. Me gustan las modelos. Adoro a las modelos. Incluso a las feas. A las gordas. A la viejas teñidas. Pero claro, mucho más a las jóvenes. A las estudiantes de teatro o de danza.
Por eso nunca tuve realmente un estilo. Dibujaba cuerpos. A veces me atrevía y los pintaba. Me salían bastante bien, pero nada interesante. Nada que destacara. Y me fui quedando. Seguí haciendo algunas clases en la Escuela. Luego de un par de años, una cátedra en una Universidad privada y muy cara. Estaba bien. No ganaba tan mal. No necesitaba vender mis cuadros. Sólo pintaba para acumular más y más imágenes de mujeres desnudas.
Pero ya les dije. Todo fue una casualidad.
Mientras vivía en Harlem y limpiaba platos me dediqué con toda conciencia a buscar modelos. No era tan fácil como en Chile. Las modelos eran baratas. Y a la vez, yo había desarrollado un instinto perfecto para saber cuando una chica quería ser pintada desnuda por un desconocido. Ustedes no se pueden imaginar a cuantas chicas retraté en esos años. Yo lo sé. Llevo la cuenta exacta. Fueron novecientas sesenta y cinco, entre 1992 y 2001. Más de cien por año. Una cada tres días. Alguna vez pinté a dos en una misma mañana. Eran días extraños, confusos, en los que lo que realmente contaba para mi era cualquier cosa nueva. Muchas de ellas no pasaron nunca de los bocetos. La mayoría.
Aquí, en cambio, todo fue dificultad. Nueva York está repleto de artistas. Completamente repleto. Y nada sorprende a nadie. Mientras estuve en NYU no fue tan complicado. Tomé algunos cursos de dibujo de cuerpo humano. Eso es igual en todas partes.
Pero luego, cuando decidí quedarme, estaba solo conmigo. ¿Pueden imaginarlo? Sudamericano. Solitario. Pobre. Mal vestido. Con aroma a platos y detergente en las manos y sólo una sonrisa a cuestas.
Tuve que idear una estrategia. Aquí la gente desconfía. No es cosa de decir, soy pintor, me gustaría hacerte un retrato. Quítate la ropa.
Lo primero que necesitaba era demostrar que soy bueno en esto. Suficientemente bueno para las chicas que quería desvestir, claro, pues nunca en esa época se me ocurrió tratar de ser bueno para los críticos de arte de Nueva York, y si las cosas no se hubieran dado de la forma en que se dieron, con toda seguridad eso jamás habría ocurrido. Hoy, al mirar mi taller y las telas que aún conservo de esa época, siento algo que me sube hacia la garganta, desde las costillas y los pulmones. Algo que no es angustia. Ni orgullo. Algo que se queda simplemente atrapado y que me impide respirar por algunos segundos.
No fue fácil definir dónde podría buscar a mis chicas. Las modelos son carísimas, y las otras mujeres dispuestas a desvestirse por dinero, en esta ciudad no sólo son aún mucho más caras, sino ilegales. Caminando y recorriendo, me di cuenta que había algunos espectáculos de teatro y danza moderna en la que los actores y bailarines se presentaban desnudos. Comencé, por lo tanto, a frecuentar talleres de teatro o de danza. Ya sabía que suelen haber chicas bonitas y que le tienen menos respeto a la ropa que ninguna otra profesión. Me paraba a la salida de los institutos, con mi atril, y dibujaba el edificio. Los árboles. Cualquier cosa. Con el tiempo, comencé a conocer de vista a a algunas chicas. Les sonreía, sin decir palabra, y continuaba mi trabajo. Luego de algunas semanas, tenía mi lugar predilecto. Una pequeña plaza en el Soho, rodeada de rejas, en la que se reunían los alumnos de un instituto de danza contemporánea a fumar y hasta a beber una cerveza.
Me gustaría que pudieras modelar para mí, le dije por fin a una chica latina que no hablaba ni palabra de español y que se me había acercado varias veces, curiosa por mis dibujos. Me sonrío sin entender. Que quisiera dibujarte. La chica se río nerviosa. Desde el inicio comprendió, sin que yo se lo dijera, que me refería a pintarla desnuda.
¿Y que pasaría luego con el cuadro? Me preguntó. Pues nada, le dije, pues que podrías verlo y tal vez alguna vez yo lo expondría.
No me parece un buen trato, me dijo entre risas. Si tu me pintas, yo me lo quedo.
La miré a los ojos. Me detuve en la forma de sus claviculas. Vestía un jeans azul ajustado y una camiseta gris. La chica, sin ser bella, tenía un cuerpo de esos que es delicioso pintar. Lo pensé un instante y le hice una contraoferta.
Yo siempre hago primer un boceto, le dije. En realidad, varios. Luego, sobre ellos, hago la pintura. Si me dejas pintarte, puedes elegir cualquiera de los bocetos.
Ella me miro, nuevamente, risueña. Ok, dijo.
¿Cuándo?
VI
Durante varios meses, pinté a July, la bailarina, y dormí con ella. También pinté a varias de sus compañeras. Todas querían sus bocetos, y algunas también se quedaban a dormir. Me divierte saber que esos bocetos hoy día valen algo. Que lo que hice durante años, sin que a nadie le interesara, hoy es redescubierto. Revistado. De hecho, supe que una editorial quiere hacer un libro con mi “primera época”.
Pero ya nada es así. No sé como llegué a esto. Cómo pude perder el interés. Cómo dejó de conmoverme cada detalle del cuerpo de una mujer.
Había escuchado mil veces el caso de tipos ricos y famosos, que tenían tantas chicas que de pronto se aburrían y se volvían adictos, o descubrían que eran gay. Nunca lo entendí. Pensé que jamás podría dejar de mirar un abdomen, la curva de una cadera, el triangulo del pubis, y sentir desesperación. Una necesidad imperiosa de obtener ese pedazo de universo para mí.
Pero ya ven. Estoy aburrido. Y me he vuelto peligroso.
Me detengo frente a una instalación gigante de Tooru. La contemplo. Estoy prácticamente solo en una enorme habitación blanca. Alguien me ha dicho que fue construida especialmente para esta obra. Miro hacia el techo. Miro hacia los costados. No logro descubrir de donde viene la luz. Desde dónde se proyectan las sombras que parecen flotar sobre el piso. Se mueven. Cuentan una historia que no comprendo. Me recuerdan un truco de magia. O el péndulo de Foucault. Pero no hay cuerdas. Ni rastros.
De pronto siento a mi espalda una presencia. Es Nigui. Lo sé. Me doy vuelta. Ella sonríe. Nos saludamos con dos besos rápidos en las mejilas. Luego ella se para a mi lado a contemplar las sombras. La miro de reojo. Me alejo unos pasos para que el perfil de sus nalgas quede a la vista. Ahí están. Perfectas. Pero yo no siento nada. Ella me mira y veo algo de pena en sus ojos. Tal vez se dio cuenta, pienso.
Sé que ella sabe que sus nalgas son maravillosas. Y sabe también que he pintado otras mucho menos admirables. Me imagino que se habrá preguntado alguna vez por qué no se lo he propuesto. Y se habrá respondido que por respeto a Tooru, que es uno de mis únicos amigos. Pero ahora, sin embargo, siente pena. Pena porque ya no es el respeto lo que me aleja de su culo, sino el desinterés. Quisiera explicarle que no es ella, que soy yo. Pero el sólo pensarlo me hace reír por dentro. No eres tú, Nigui. Tu culo sigue siendo el más bello del mundo. Soy yo el que ya no siente nada. Me río. Me río en voz alta sin darme cuenta. Y ella también se ríe. No sé por qué se ríe Nigui. Me doy vuelta para preguntárselo pero justo en ese momento aparece Tooru por la entrada de la sala. Está vestido de negro, como siempre. Lleva una camisa blanca. Chaqueta lisa. El pelo corto. Los ojos despiertos y pequeños. Nos vemos. Me hace un gesto de sorpresa. Sé que está contento de verme aquí. Nos abrazamos. Nos damos un beso en la mejilla. Comenzamos a hablar. Nigui no se nos une. Nunca se integra cuando hablamos. De pronto da un paso al lado. Se disculpa con una sonrisa y sale del cuarto. Yo la miro de espaldas y por un segundo vuelvo a inquietarme con la belleza de su culo. Sonrío. Esto se parece a la impotencia, pienso, pero tal vez es peor.
VII
Mi día de descanso era el Domingo. Me levantaba tarde. Llevaba la ropa a la tintorería. Caminaba por el barrio mirando. Buscando. En esa época, pocas veces logré pintar a una chica afro-americana. De hecho fueron sólo dos. Ya les contaré.
Ese Domingo volvía a mi casa temprano. Quería descansar. Traía conmigo mi cuaderno de croquis y algunos lápices.
Al llegar vi a una chica sentada en la escalera de mi edificio. Fumaba. Al acercarme, y antes de fijarme realmente en ella, sentí un aroma penetrante a tabaco negro. Cuando me vio se puso de pie, se arregló la falda y el pelo largo y desordenado y me sonrío.
Pablo, ¿no?
Me habló en Español. Con un leve acento del Río de la Plata.
Sí, le contesté.
Me tendió una mano huesuda y grande.
Soy Silvina.
La miré de vuelta con curiosidad. Su cara me resultaba conocida, pero no era capaz de recordar de donde. Era una chica de aspecto cuidadosamente descuidado. Como si el desorden de cada hebra de su pelo hubiera requerido varias horas de trabajo.
¿No me invitás a entrar? Me dice riendo, mientras guarda el paquete de cigarrillos en el bolso. Miro de reojo la cajetilla: azul y roja. Recuerdo bien esos cigarros negros y perfumados. Sólo se venden en la Argentina.
No se me habría ocurrido imaginar a una chica fumando de esos. Pero en realidad, tampoco habría podido imaginar nada de nada sobre Silvina.
¿Qué si entramos? Me dice ya de pie y con el bolso bajo el brazo. Se ríe. Yo me río.
Claro, claro, le digo sin entender aún mucho de nada. Pasa, le digo al mismo tiempo que abro la reja del edificio y comienzo a advertirle que se trata de un cuarto piso sin ascensor.
Silvina sigue caminando, risueña, toma aire, y comienza a seguirme por las escaleras con pasos cortos. Lleva una falda de gitana y una camiseta naranja muy ajustada que dice: Why Not!.
Llegamos a mi casa, que era a penas algo más que un cuarto con cocina y baño. Mi cama pequeña en un rincón y todo el resto del lugar ocupado por mis materiales de pintura. Hay sólo un motivo por el que escogí este lugar, entre todos los espacios húmedos y estrechos que encontré.
La luz.
Silvina se para frente a las dos grandes ventanas que dan al norte. Es Marzo. Inicio de la Primavera. Se suelta el pelo amarillento. Lo deja caer poco a poco, sin sensualidad, más bien como quien recorre las páginas de un libro.
Me mira y asiente. Buena luz, ché. Muy buena luz.
Yo asiento de vuelta, y antes de preguntarle qué hace aquí, ella comienza a recorrer mis bocetos, croquis y pinturas a medio terminar, separando varias.
¿Cuánto? Me pregunta.
Yo la miro sin comprender. ¿Qué cuanto me cobrás por estos? Me dice.
Desde hace años que no vendía un cuadro. Ni siquiera se me había ocurrido hacerlo. Miro la ruma que ha separado. Es más del setenta por ciento de lo que he juntado. Unos veinte cuados, entre pequeños y medianos. Y la gran mayoría de los dibujos con color. Más de cien.
Estoy seguro de haber palidecido. Ella se sienta en el suelo y comienza a mirarlos uno a uno.
Yo no tengo la menor idea de qué decir. Hago un cálculo mental rápido. Cuanto he gastado entre telas y pinturas. Unos dos mil dólares. La veo concentrada en uno de los varios retratos de July. Ella está desnuda, sentada sobre un almohadón casi en el mismo lugar dónde ella se ha sentado. Es una pintura especialmente realista. Se parece peligrosamente a una foto. Es buena, pero como siempre, le falta algo.
Ese no está a la venta, le digo sin pensarlo.
Ella me mira y cierra los ojos. Lo deja a un lado.
Ok. Me dice. Este no está a la venta.
¿Cuanto por todos los demás?
Me doy cuenta de que no estoy en condiciones de blufear. Ni de hacerme el seguro.
Mira, le digo, en realidad no tienen precio. No tengo ni idea. Hace mucho que no vendo un cuadro y…
Ella se pone de pie de un brinco y me mira a los ojos.
Ok. Me dice. Tratemos de hacer esto más fácil. ¿En cuanto vendiste el último cuadro?
Yo hago memoria y le digo la verdad. Un desnudo que vendí en Santiago a un amigo que tenía un bar. Lo compró para ponerlo en el baño de hombre. Un metro de largo por setenta de ancho. Le cobré doscientos mil. Fue un buen precio. Se lo cuento así, tal cual. Hago la conversión a dólares, más o menos al ojo. Pues, unos cuatrocientos dólares, le digo.
Ella me mira de nuevo. Comienza a contar los cuadros. Son veintitrés. A ese precio, serían unos ocho mil dólares, me dice.
Te ofrezco veinte mil, por todos, y me regalas los dibujos.
La miro. Veinte mil dólares es una cifra enorme. Definitivamente incomprensible para mi realidad de los últimos años.
Me río.
¿Estás hablando en serio? Le digo sin dejar de reír.
Claro que sí, me dice, sacando del bolso una chequera de cuero y una pluma demasiado cara para pegar con su ropa.
Comienza a escribir el cheque. Yo me siento en una silla a mirarla.
Me lo pasa. Yo lo tomo y lo miro.
Ok, me dice. Mañana lo cobras. Una vez que estés seguro de que tenga fondos, me llamas y vengo a buscar los cuadros. Toma, aquí está el número de mi móvil. Me estira una tarjeta en blanco, con el número escrito a mano. Ahí hablamos, me dice alegre.
La mujer se da vuelta como si se hubiera acordado de pronto de algo. ¡Ah! Yo creo que vendré mañana, a eso de las 12 del día. Por la luz. Comprá una tela grande. La más grande que encontrés.
Antes de que pueda decir nada, Silvina está en la puerta, se despide con un beso en la mejilla y se marcha.
Yo me quedo en el cheque entre los dedos, mirando mis cuadros. No creo que los extrañe mucho, me digo.
VIII
Hemos vuelto a la sala principal. Un fotógrafo le pregunta a Tooru si nos puede sacar una foto a los dos. Tooru sonríe y se me acerca. El fotógrafo dice que sigamos conversando, con las copas de champaña en la mano. Tooru asiente de esa manera en que sólo un japonés es capaz de asentir. Con una mezcla de respeto, resignación y falta de voluntad, que probablemente significa exactamente todo lo contrario.
Volvemos a caminar entre la gente. Los asistentes palmotean a Tooru y a mi intermitentemente. En una esquina, conversando de lo más animados, está Jessie, la australiana que se parece a Nicole Kidman y su nuevo novio. La miro desde lejos y ella me sonríe con un hielo que le brota de la comisura de los labios. El tipo es un financiero negro y brillante. Vestido con un traje impecable que debe ser armani y unos dientes blancos como perlas. Tooru los ve y se acerca sonriendo. A mi no me queda más que acompañarlo. Nos saludamos de dos besos con Jessie y con un apretón de manos con el novio que, lo quiera o no, me ha caído simpático.
Jessie me presenta a mí. Es obvio que a Tooru ya lo conoce.
Mark, el es Pablo Ortiz, le dice con un acento tan australiano que mi nombre me parece casi irreconocible. El tipo me sonríe. Por supuesto, Pablo, como estás. Me da la mano con amabilidad y a los pocos segundos, como quien recuerda algo, me toma del brazo y me aparta del grupo.
Debe medir más de un metro noventa y yo, mientras me dejo arrastrar, estoy completamente seguro de que me va a golpear. Que me dejará sangrando en el suelo y luego volverá a su chica y a su copa de champaña. Me lo merezco, pienso, y me dejo guiar hasta que el hombre se inclina para hablarme en voz baja.
Me gustaría comprarlo, me dice en un volumen casi inaudible. Yo de inmediato comprendo. Habla del cuadro. Del famoso cuadro de casi cinco metros. Orange Crush.
Le sonrío.
Creo que es algo tarde, le digo. Tu ya debes saber que está vendido y que dudo que el Museo lo tenga en venta. Pero podrías preguntarles.
Él me sonríe de vuelta.
No me jodas. No hablo del Orange. Hablo del otro.
Sólo en ese momento caigo en cuanta. Ya sé de lo que me habla. Puta. Jessie es una mierda bocona.
No está a la venta, le digo.
El me toma con fuerza del brazo y me arrastra hasta afuera de la galería.
El aire frío me despierta. Debería gritar, pienso, pedir ayuda. Llamar a los guardias. Este tipo en cualquier momento me va a golpear. Pero nada de eso sucede.
Cambia completamente el tono de voz. Comienza a hablar con voz grave y completamente tranquila.
Señor Ortiz, no le pediría este favor si no fuera realmente importante para mí. No me dan celos. Nada de eso. Y si no lo hubiera visto, no me importaría. Orange está aquí, a pocas cuadras, ¿no?. ¿Me importa? No. No me importa. Mira Pablo, me dice, a mi me da igual todo lo que haya ocurrido. Creeme. A mi lo que me pasa es que me gustó mucho ese cuadro. Nunca he visto a Jessie más hermosa. No lo quiero para romperlo, viejo, me dice dándome un breve manotazo. Lo quiero para colgarlo en mi casa. ¿Entiendes?
Yo entiendo. Pero no quiero venderlo.
Se lo explico. A mi también me gusta, le digo.
El me mira y sonriendo me dice: Pero tú lo pintaste, viejo, tú lo pintaste. No tienes derecho a haberlo pintado y además guardarlo. ¿Te das cuenta?
Yo me doy cuenta. Me gusta como razona. Le sonrío.
Déjame pensarlo. Se lo digo en serio.
Él me sonríe y me toma nuevamente del brazo para volver a entrar.
Piensalo. Claro, claro. Tú sólo piénsalo.
IX
Me levanto temprano y tomo el metro, dirección Down Town. El cheque es del Chase Manhattan Bank. Me he vestido con la ropa más decente que he encontrado, y traigo conmigo mi pasaporte. Por mi cabeza pasan mil ideas. Me mareo ante la inminencia de recibir este dinero. De pronto siento en el estómago una duda. No estoy seguro de quererlo.
Hablo en serio. Mientras más lo pienso, más complicado me parece. Esta chica no parecía estar demasiado loca, pero quien sabe. La tela, supongo, será porque quiere que la pinte. Y eso no me molesta. No me molesta en lo más mínimo. En fin, allá ella si quiere tirar su dinero. Alejo de mi la incomodidad por el dinero. Después de todo, me hace falta y me dedico a especular acerca de si el cheque tendrá o no fondos. Algo me hace pensar que sí, que seguramente recibiré ese dinero y no tengo ni idea de en qué podría gastarlo. Cambiarme de casa. Comprar muebles. Comprar pinturas nuevas. Telas.
Mientras pienso, he llegado a la estación. Me bajo. Subo las escaleras. Elegí el Chase de Time Square. No sé por qué. Tal vez simplemente porque es grande. Supongo que aquí tendrán mis veinte mil dólares en billetes. Sonrío ante mi ingenuidad y cruzo la calle hacia el edificio gris y azul. De día Time Square no es más que una sobre de lo que es de noche. Miro hacia arriba. Las pantallas encendidas no me dicen nada de nada. Veo el letrero de Heineken y al menos me da sed. Eso ya es algo, pienso, y entro al banco.
Salgo aturdido y con el fajo de billetes dentro de mi morral de tela. Bastó mi pasaporte y el cheque. Un par de minutos. Los dedos de una chica latina sobre la computadora. Los billetes contados por una maquinita. Eso es todo. Aquí están. Camino por la cuarenta y dos. Doy vueltas. Nervioso. Son recién las diez. Decido comprar la tela cerca de casa. Conozco un lugar bastante decente. A las once y media en punto ya estoy de vuelta en mi pieza, con una tela de dos metros por dos metros y una botella verde de cerveza helada en la mano.
Me siento a esperar mientras miro por la ventana. El día está luminoso. El sol entra llenando cada rincón, aunque aún no calienta mucho. A las doce en punto miro por la ventana y veo desde arriba el pelo desordenado y pajizo de Silvina. Viene vestida con un buzo de hacer deportes celeste y una camiseta blanca y vieja. Mira hacia arriba y me sonríe. Le hago un gesto y bajo a abrir.
X
Cuando vuelvo a la galería me encuentro a Tooru y a Nigui conversando con Jessie. Yo vengo del brazo de Mark, venimos conversando de la obra de Tooru. A Mark le gusta, a mi también. Más allá de mi amistad con Tooru, me parece original y jugada. De algún modo me parece muy oriental, muy auténtica.
Jessie nos mira algo sorprendida. Nos unimos al grupo. Yo me alejo un poco y me quedo mirando el cuerpo de las dos chicas. Comienzo a reflexionar sobre ellas pero me detengo. No es una buena línea de reflexión, cualquier cosa que concluya me haría mal y, para que darle más vueltas. Me disculpo y me alejo del grupo. Camino por la Galería y veo desde lejos a Sandy. Me alegro genuinamente de verlo. Nos abrazamos y comenzamos a caminar alejándonos del grupo. Entre otras cosas me alegra poder hablar en Español con alguien.
Sandy en realidad se llama Santos. Miguel Ángel Santos y es un mulato simpatiquísimo que se escapó de cuba siendo adolescente. Me encanta su historia, aunque intuyo que más de la mitad debe ser mentira. Se supone que estaba un día bastante borracho en una calle de la Habana Vieja pintando retratos para los turistas. Lo hacía medio escondido, cobrando un par de dólares. Era principios de los noventa y tras la caída de La Unión Soviética, la Isla estaba pasando uno de sus peores momentos. Todo el mundo tenía hambre. A eso le llamaron, con un sentido maravillosamente cubano de los eufemismos – Período Especial –
Sandy me contó su historia sentados en la terraza de su departamento en el Village. Tomando mojitos preparados por su madre a quien se trajo hace unos años y que increíblemente vive con él. Sandy se hizo rico. Realmente rico. Y es uno de los artistas jóvenes más talentosos del momento. Un fenómeno de ventas. Un lunar más en el ya archialunado cielo de Manhattan.
Resulta que mientras dibujaba a un español en la calle, el tipo comenzó a coquetearle. He olvidado decir que Sandy es completamente Gay. Mi amigo, envalentonado por el alcohol y la expectativa de una buena propina le siguió el juego. Terminaron en su hotel dedicados a aquello a lo que uno se suele dedicar en estas circunstancias, y como también suele suceder, el español le juró y perjuró que le enviaría una carta de invitación para que pudiera salir de la Isla e ir a visitarlo, que llegando a Barcelona lo contactaría, le ayudaría a estudiar y todas aquellas promesas que se suelen hacer en el fragor de una noche bien aprovechada.
Pero a diferencia de lo que suele ocurrir, en este caso el famoso español cumplió su promesa, y además de enviarle dinero y la famosa carta, se mantuvo completamente enamorado de este pequeñito delgado y de rostro infantil.
Pero al parecer en Cuba nada es tan fácil, Sandy era menor de edad, por lo que no le autorizaron salir de la Isla. Acababa de cumplir diecisiete años y la idea de esperar doce meses para conocer el mundo le parecía completamente imposible.
Por lo tanto sólo tuvo una idea en mente. Salir en balsa. No sería el primero ni el último. Logró enviar a su amigo español un mensaje en clave pidiendo el dinero que le cobraban por la aventura, y lo recibió, aumentado, a los pocos días.
De ahí en adelante, la historia comienza a parecerse a una novela de piratas. Encuentros clandestinos. Silencio absoluto. Ni una palabra a sus padres o amigos, hasta que una buena noche sin luna estuvo montado sobre una balsa endeble junto con otros doce compatriotas.
Esta historia podría haber terminado mal. Sandy se ríe mucho al recordarlo. Pero increíblemente, terminó bien. Llegaron a Miami sin contratiempos exagerados. Escondieron la famosa balsa entre las rocas de una playa, y así, con un morral al hombro y unos mil dólares escondidos entre las rocas, mi amigo llego a una autopista. Prefirió separarse del grupo, pues pensó que él iría, en todo caso, más rápido solo. Caminó hasta el primer pueblo, a unos diez kilómetros, y tomó un autobús con rumbo a una ciudad que sólo conocía y reconocía por fotos y cuentos.
Consiguió un teléfono y llamó a un número que le había dado su amigo. Le contestó una voz de mujer madura que le dijo que se quedara ahí, en donde estaba, y que lo recogerían en poco rato.
En efecto, antes de media hora, Sandy estaba sentado en una camioneta, con una mujer gorda y tierna que le recordó a su madre, y a los pocos minutos estaba dentro de una casa en el centro de Miami en la que vivió semi escondido por más de una año, hasta que cumplió la mayoría de edad y pudo arreglar, más o menos, sus papeles.
En ese tiempo, el español lo visitó varias veces. Lo llevó a conocer museos. Le dio dinero para comprarse ropa y pinturas y telas. Sandy se sentía en cielo. Había llegado a enamorarse de su compañero como el adolescente que era y esperó pacientemente hasta que casi pocos días después de haber cumplido los diecinueve pudo salir sin problema del país para instalarse con su novio en Barcelona.
Cuando Sandy llega a este punto del relato, se larga a llorar. Yo aún no sé por qué llora, pero lo sabré muy pronto. El no logra hablar más, se toma un mojito al seco y se seca las lágrimas. Ya te seguiré contando, me dice, mientras se suena delicadamente con un pañuelo de seda que saca de la manga de una camisa Versace blanca con delicadas líneas tornasoladas.
Yo no sé si reírme o ponerme también a llorar a gritos. Pero Sandy ya se ha repuesto y grita hacia adentro. Oye, vieja, Coño, que buena te quedó esta mierda. Traeme otro que el vaso estaba agujereao.
XI
Silvina llega asesando por las escaleras. Trae una bolsa con manzanas y jugo. Luego de saludarnos, se deja caer con todo su peso sobre uno de los almohadones del suelo. Se seca unas pocas gotas de sudor de la frete y abre una botellita de jugo de pera.
Odio esa escalera, me dice, mientras saca de una mochila de tela sus cigarros y una caja de fósforos.
¿Te importa?
A mi en realidad no me importa para nada.
Dale, fuma todo lo que quieras, esta casa es más tuya que mía, le digo riendo.
Ya, o sea ¿Recibiste el dinero y todo está bien?
Mientras habla, Silvina ha sacado su cajetilla azul y roja y prende un cigarrillo. El aroma a tabaco negro invade todo el ambiente. Respiro profundo. Creo que podría acostumbrarme a este aroma. Lo pienso, aunque no lo digo. Ella fuma deleitada, con los ojos cerrados.
Cuando lo abre, mira los cuadros que están exactamente en la posición en que los había dejado.
¿Entonces son míos?
Yo la miro de vuelta y por un momento dudo.
Pero ya gasté parte del dinero en pagar una deuda que tenía con mi jefe en el boliche en que trabajo, y tampoco creo ser capaz de meter la mano al bolsillo y devolver veinte mil dólares.
Claro, por supuesto, le digo.
Ella vuelve a mirar y se encuentra con la tela.
¡Está muy bien! Me dice. Pero ¿Cómo la entraste? No cabe por la puerta.
Yo me río. Claro que cabe. Tiene dos metros. La puerta tiene dos metros quince, le digo.
Silvina se pone de pie y comienza a mirar la tela.
¿Y la escalera?
Yo me largo a reír.
Por la ventana. La entré por la ventana. Le digo indicando el ventanal. Tuve que amarrarla con un cordel y tirarla. Nunca logre que girara por la escalera.
Silvina se ríe nuevamente. Tiene dientes blancos. Los de arriba están bien, pero abajo, justo los dos pequeñitos del centro, esos que son los primeros que le aparecen a los niños están levemente montados.
La mujer camina hacia la ventana y abre las cortinas algo raídas. El sol entra como una ola suave. El humo dibuja formas extrañas al pasar por el chorro de luz. Primero son nubes, nítidas, que luego se disuelven para teñir de gris los reflejos.
¿Tenés todo listo?
Yo le indico con el dedo una mesita en la que he puesto en orden brochas, carbol de sauce, tarros de pintura, aceite, fijador.
Ok, Ok, me dice.
Pero ahora me toca aportar algunas cosas, claro, si vos estás de acuerdo. Es sólo una idea loca que tengo en la cabeza, si no querés me avisás.
Silvina se devuelve a su mochila, se agacha y comienza a revisar y sacar cosas. Yo no veo lo que hace, sólo la veo a ella de espalda. La espalda algo ancha, de alguien que alguna vez nadó o algo así. Las caderas estrechas. El culo pequeño, pero al menos no muy plano. En esta posición, el elástico del pantalón se ha bajado, y la camiseta se ha subido. Me concentro en los centímetros de piel que comienzan en el borde de su calzón blanco y con borde ancho. Alcanzo a leer nítidamente la palabra Calvin Klein. Su cintura es normal. En realidad, si pudiera definir ese cuerpo sólo podría decir que es normal.
De pronto Silvina se da vuelta y me sonríe.
Te ofrezco un trato, me dice muerta de la risa.
Yo la miro y no digo nada.
¿Y bueno?
Te escucho, le digo apoyado en una muralla.
Vos me vas a pintar exactamente de la manera en la que yo te lo diga. Ya sé, ya sé que vos sos el artista, pero es que tengo una idea en la mente y estoy segura que vos sos el tipo justo para hacerlo.
Pero este cuadro no te lo voy a comprar yo. Este cuadro lo voy a vender yo.
La vuelvo a mirar.
Bueno, si o no, me dice divertida.
Yo lo pienso un minuto, y en realidad ya quiero que se quite la ropa y sé que si le digo que si, se la va a quitar. Cosas peores he hecho para desnudar a una modelo, me digo.
Sí. Claro que sí. Dime qué quieres.
Silvina me sonríe, se me acerca y me da un beso sonoro en la nariz.
Qué bueno. Ok, ahora, antes que nada te tengo que enseñar a usar estas cosas. Mientras habla, va dejando una serie de objetos sobre mi mesa. Yo la miro sorprendido. Aún no tengo ni idea de que quiere que haga.
XII
Con Sandy nos hemos sentado en un rincón de la Galería a mirar. A mirar a la gente que camina, que se pasea, que recorre los metros cuadrados de paredes blancas y altas. Por un instante me he sentido en paz. Es que Sandy logra que cualquiera se sienta bien. Hace bromas sobre todo y sobre todos. Él ya lleva muchos años aquí. Ya les contaré como siguió su historia. Conoce a todos. Todos lo conocen. Con Sandy uno siempre se sorprende, pues nunca dice nada en serio, pero sus bromas son tan precisas que deberían publicarlas en un libro de tapas duras.
Es que Sandy entiende. Cosa que pocos pueden decir por aquí. Y no respeta a nada ni a nadie. Cosa que sólo a algunos pocos se les acepta.
Desde aquí tenemos una panorámica perfecta.
¿A qué te recuerda esto? Me dice de pronto.
Yo miro con profundidad hacia el centro de la galería. Jóvenes con el pelo naranja mezclados con críticos vestidos de tweed y anteojos sin marcos. Artistas famosos y aspirantes a cualquier cosa. Chicas bonitas y otras afeadas tras kilos de maquillaje blanco.
Lo pienso un poco. A la Guerra de las Galaxias, le digo riendo. A la escena en la que Hans Solo entra en un bar de mala muerte, en medio de seres de todas las formas y tamaños.
Sandy me mira intrigado. Chico, ¿tu no sabes que de donde yo vengo no se ve ni mierda de eso? Yo con suerte habré visto ciencia ficción rusa, me dice muerto de la risa y mostrando los dientes blancos.
A mi me recuerda a una corte, chico. ¿No te lo imaginas?
Miro nuevamente hacia la gente y sí. Creo saber de qué habla.
¿Y quien sería el Rey?
Sandy se pone de pie y me mira concentrado. Vuelve la vista hacia los asistentes que ya comienzan a irse y luego me mira a mi.
Eso depende. En realidad, aquí hay varias cortes, chico. Con sus reyes, sus príncipes, sus preferidos y hasta sus putas.
Para algunos, claro, me dice tomándome de las solapas de la chaqueta y obligándome a dejar la silla, tú mismo eres el rey. ¿No?
Yo lo miro de vuelta y le sonrío con pena. No viejo, no creo. Con suerte una de las putas.
Mi amigo que ha comenzado a caminar delante de mi se da vuelta y me mira de arriba abajo. Sí, somos putas, come mierda, pero al menos yo soy bonita y por eso puedo pintar lo que se me ocurra, en cambio tu como no te crees nada de nada, eres esclavo de la mujeres bonitas como esa, me dice mostrándome con la pera un grupo de tipos elegantes a unos metros.
En cualquier otra circunstancia me habría quedado pensando en lo que me acababa de decir Sandy. La habría pedido que me explicara más sobre su comentario, aún sabiendo que no necesitaba ninguna explicación, y sin embargo mis ojos y mi mente y todo mi cuerpo sólo pudo quedarse en la imagen de una mujer vestida como una aboagada de Wall Street. Pantalones de Tela azules, blusa blanca, chaqueta azul.
¿Quién es? Le digo al cubano.
El me saca un poco del tumulto y me habla en voz baja.
No me jodas, chico ¿Cómo no vas a saber quién es?
Es la mujer de Alvear, el tío este de tu país. El coleccionista.
Vuelvo a mirar. Claro que conozco a Benjamín Alvear. Desde hace algunos años todo lo consideran una especie de Rey Midas. Compra y vende cualquier cosa. Desde arte hasta aviones, pasando, claro, por papales y más papeles.
No la había visto nunca, le digo.
No te lo puedo creer, me contesta. Pero si esa tía es un encanto. Todos las conocen. Todos la adoran. Tu estás ciego, chico, me dice exagerando su acento. Tantas mujeres te secaron la vista. Yo te dije que eso te hace mal. Que tienes que variar de vez en cuando.
Normalmente le habría seguido el juego a Sandy, pero no puedo. Soy totalmente incapaz. Me quiero ir de aquí. No quiero volver a ver a esa mujer nunca más en mi vida. Me desespera.
¿Vamos? Le digo a mi amigo.
El sigue bromeando. ¿No me digas que te decidiste? Vas a ver que no te duele.
Yo le doy un pequeño golpe en el hombro.
Déjate de joder, Sandy, le digo serio. Tengo hemorroides hasta en las muelas.
Asqueroso, me contesta con un gesto de repulsión en la boca. No me recuerdes ese tema, mi amor, que me empieza a doler de solo pensarlo. Si yo ando peor que Wilde, me dice coqueto.
Vamos. En serio, le repito mientras sigo mirando a la mujer de Alvear.
¿Cómo se llama?
Laura, me dice, pronunciando el nombre en Inglés. Laura Kelly, pero es Española, me aclara muerto de la risa. En realidad, tampoco es Española, nació en España y vivió su infancia allá, pero sus padres son más gringos que Bill Clinton. Pero no puede ser que no la conozcas, cabrón. Tu menos que nadie. Yo lo tomo de un brazo y lo arrastro hacia la puerta.
Mientras nos alejamos. Yo vuelvo a darme vuelta. Miro hacia el grupo en que está Laura. Mis ojos se cruzan con los de Alvear. Nos saludamos con la mano y él me hace un gesto para que me acerque. Yo no puedo. Mi representante me va a matar si se entera, y se va a enterar. Pero no puedo. Le hago un gesto de disculpa con la mano y le indico con gestos que lo llamaré. El se despide con la mano. Ella me mira por primera vez, me sonríe, y le dice algo al oído a su marido.
Al llegar a la puerta, me encuentro con Jessie y Mark que también están saliendo. Nos despedimos. Mark me hace un gesto. Yo se lo devuelvo. Miro a Jessie y su recuerdo me invade. Tal vez le venda el cuadro, pero le voy a cobrar un ojo de la cara. Nos sonreímos por última vez. Jessie abraza a mi amigo y le dice algo al oído.
Sandy y yo por fin estamos en la calle y comenzamos a caminar hacia el metro.
¿No quieres un trago? me pregunta Sandy. Lo pienso un instante.
No. Por hoy paso, le digo, y seguimos caminando en silencio.
¿Qué te dijo? Le pregunto.
Sandy se ríe.
¿Qué crees tú?
No sé, le digo. Realmente no tengo idea.
Me dijo….
Te cuento después del trago, me dice con una sonrisa.
No seas maricón, le respondo.
Él me mira ofendido.
Y tú no seas heterosexual, me contesta.
Touché. Sorry, le digo riéndome. Pero puta ¿Qué te dijo?
Me dijo, que no se lo venda, Sandy. Dile que no se lo venda.
XIII
Cuando Silvina termina de arreglar mi mesa, veo que ha dejado sobre ella una lupa enorme con una especie de linterna, una caja de guantes quirúrgicos y un trozo de tela de seda o algo así. Hay otras cosas que no alcanzo a distinguir y que ella devuelve a la mochila.
Mirá, me dice, en realidad vamos a partir de otra manera. Te explico. Quiero que pintés esa tela de dos metros que tenés ahí, con un retrato de mi vagina.
Yo la miro con una sonrisa. No sé que decir.
Sí, ya se que es loco. Pero vamos a hacer lo siguiente, además de que el cuadro lo vamos a vender, porque lo vamos a vender, yo te voy a pagar por horas tu tiempo. Después, luego de vendido, descontamos mi comisión y esas horas.
Yo vuelvo a mirarla sin entender nada. ¿Qué hora es? Ella mira su muñeca y se responde sola. Casi la una. Tendremos luz natural hasta más o menos las cinco, ¿no?
Ok, entonces hoy tendremos sólo cuatro horas. Mañana yo no puedo venir. Pasado tampoco, pero el miércoles nos juntamos a las diez en punto. ¿Te parece unos cien por hora?
Gano seis dólares por hora limpiando platos Silvina, le digo sonriendo ¿Qué crees tú?
Qué ganas una mierda, me responde, pero yo tampoco pagaría más por lo de los platos. Te pregunto si está Ok cien dólares la hora por hacer exactamente lo que te diga. Por olvidarte de mucho de lo que has sabido hasta ahora sobre pintar cuerpo humano. Por obedecerme en serio, me entendés, como a una jefa muy bruja. Yo cobraría al menos el doble, me dice riendo. No sabés lo bruja que soy.
Cien está perfecto, le digo, aunque dudo que recuperes la inversión.
¿Tan poco confías en el coño de una argentina? Ché, pero qué mal.
Yo estoy a punto de comenzar a replicar algo pero ella me calla con un gesto. Shhhto., me dice seria. ¿Tenemos un trato? Me dice alargándome una mano.
Claro, tenemos un trato, le contesto devolviendo el apretón con poca energía.
Ok. Andá y te lavas bien las manos. Saca de la mochila - que parece tener una capacidad inagotable – un frasco de jabón líquido verde. Lavate con esto, me dice, y hacelo bien, que yo me pego cualquier cosa de que me toquen. Yo tomo el frasco y me voy al baño. Me lavo las manos y me escobillo las uñas. El agua está fría. Cuando vuelvo, Silvina está acomodando los almohadones del piso como una pequeña colchoneta y sobre ella pone una de las telas de seda, que ahora noto, son dos, azules, de exactamente el mismo tamaño.
Se quita el pantalón del buzo y queda cubierta por un calzón deposrtivo, ni grande ni pequeño, de algodón blanco. Sentante, me dice seria. Antes vamos a hablar.
Yo me siento y la escucho.
¿Vos sabes cómo es una vagina?
Yo le sonrío. Creo que sí, respondo.
¿Crees o sabes?
Lo pienso un instante. Este diálogo me va a dejar como un imbécil, pienso, diga lo que diga.
Pues no. No lo sé.
Beeeeepppp…. Me dice. Respuesta incorrecta. Claro que sabés. Claro que sabés.
Ok, agarrá ese cuaderno de croquis y fijate bien. Silvina se acomoda entre los almohadones y abre levemente las piernas. Deja una apoyada y recta, la otra la encoje. Sus piernas dibujan un ángulo de cuarenta y cinco grados entre sí. El calzón deja ver la protuberancia del pubis. Veo la piel suave de la ingle que termina en el borde del elástico. Luego es la tela blanca la que se eleva. Bajo el algodón, puedo notar la textura de sus pelos. Me excito, siento como algo se me pone duro entre las piernas y me acerco a Silvina. Ella se ríe y me apunta con el dedo.
¿Qué mierda crees que haces? Me dice con una sonrisa. Vos ni te sueñes, pero escuchame, ni te sueñes que voy a coger con vos. Sentate ahí y haceme caso. ¿Ok?
Yo me siento como un niño. Me siento y le hago un gesto de aceptación con la mano.
Lo que vas a hacer es dibujar todo lo que no ves. ¿Me entendés? Vas a dibujar justo lo que está tapado por mi bombacha. ¿Podés?
Yo vuelvo a mirarla y asiento. Poné música, dale, me dice mientras acomoda la cabeza sobre una almohada y cierra los ojos. Cualquier cosa sin voces.
Yo me doy vuelta y pongo un disco de Jazz, mientras las manos me tiemblan levemente. Tomo un sorbo de jugo de la botella que Silvina dejó a medias y me siento a dibujar. Ella mantiene los ojos cerrados y por un instante pienso que se ha quedado dormida.
Cuando termino, veo mi dibujo y me doy cuenta de que quedó bastante bien. Lo repaso con el dedo para crear sombras y lo dejo sobre la mesa. Han pasado menos de veinte minutos. En cuanto muevo las manos, Silvina abre los ojos.
¿Termistaste?
Se sienta en los almohadones y me llama con la mano. Vení, vení, mostrame.
Le muestro el dibujo y ella sonríe.
No está mal, ché, nada mal para alguien que no conoce una vagina ¿no crees?
Silvina se pone de pie y mira el dibujo con atención. Si, creo que tarde o temprano lo vas a hacer. Pero mirá. Esta bien. Está re bien, pero no dice nada. ¿Te das cuenta?
Andá y te lavás de vuelta la manos, y volvé acá.
Yo le obedezco. Me lavo las manos hasta eliminar todos los rastros de grafito de mis dedos.
Acercate, me dice. Se ha vuelto a tirar sobre los almohadones, ahora tiene ambas piernas abiertas. Dame tu mano. La toma y lleva mi dedo índice hacia su cuerpo.
Pablo, vos pintás lo que está afuera, y lo hacés bien. Muy bien. Pero para pintar hay que saber lo que está debajo. Hay que sentirlo. Tocá los labios, me dice, despacio. Mirá como están llenos de sangre y de venas bajo la piel. Vos tenés que pintar todo, me entendés. Y sólo cuando hayas aprendido a pintar todo podés restar algo. Silvina toma la palma de mi mano. Rozá sobre la bombacha, sentí los pelos. Cierra los ojos. Sentí suy desorden. Son como un remolino que comienza en el centro. Te das cuenta.
Yo estoy excitadisimo, pero ella está completamente concentrada. Mirá. Silvina se quita los calzones y me encuentro de frente con su pubis. Aunque es rubia, los pelos de su vagina son más oscuros, casi café. Está depilada en los bordes, los pelos nacen justo sobre el final de la vulva y se arremolinan. Andá a buscar la lupa, me dice. Yo obedezco. Te tenés que fijar en los detalles, para luego olvidarlos, me seguís. Tocá, tocá los labios. Ves que bajo ellos hay vida. Eso es lo que falta. Hagámoslo otra vez ¿te parece? Pero ahora con lápices de color.
Cuando Silvina termina de arreglar mi mesa, veo que ha dejado sobre ella una lupa enorme con una especie de linterna, una caja de guantes quirúrgicos y un trozo de tela de seda o algo así. Hay otras cosas que no alcanzo a distinguir y que ella devuelve a la mochila.
Mirá, me dice, en realidad vamos a partir de otra manera. Te explico. Quiero que pintés esa tela de dos metros que tenés ahí, con un retrato de mi vagina.
Yo la miro con una sonrisa. No sé que decir.
Sí, ya se que es loco. Pero vamos a hacer lo siguiente, además de que el cuadro lo vamos a vender, porque lo vamos a vender, yo te voy a pagar por horas tu tiempo. Después, luego de vendido, descontamos mi comisión y esas horas.
Yo vuelvo a mirarla sin entender nada. ¿Qué hora es? Ella mira su muñeca y se responde sola. Casi la una. Tendremos luz natural hasta más o menos las cinco, ¿no?
Ok, entonces hoy tendremos sólo cuatro horas. Mañana yo no puedo venir. Pasado tampoco, pero el miércoles nos juntamos a las diez en punto. ¿Te parece unos cien por hora?
Gano seis dólares por hora limpiando platos Silvina, le digo sonriendo ¿Qué crees tú?
Qué ganas una mierda, me responde, pero yo tampoco pagaría más por lo de los platos. Te pregunto si está Ok cien dólares la hora por hacer exactamente lo que te diga. Por olvidarte de mucho de lo que has sabido hasta ahora sobre pintar cuerpo humano. Por obedecerme en serio, me entendés, como a una jefa muy bruja. Yo cobraría al menos el doble, me dice riendo. No sabés lo bruja que soy.
Cien está perfecto, le digo, aunque dudo que recuperes la inversión.
¿Tan poco confías en el coño de una argentina? Ché, pero qué mal.
Yo estoy a punto de comenzar a replicar algo pero ella me calla con un gesto. Shhhto., me dice seria. ¿Tenemos un trato? Me dice alargándome una mano.
Claro, tenemos un trato, le contesto devolviendo el apretón con poca energía.
Ok. Andá y te lavas bien las manos. Saca de la mochila - que parece tener una capacidad inagotable – un frasco de jabón líquido verde. Lavate con esto, me dice, y hacelo bien, que yo me pego cualquier cosa de que me toquen. Yo tomo el frasco y me voy al baño. Me lavo las manos y me escobillo las uñas. El agua está fría. Cuando vuelvo, Silvina está acomodando los almohadones del piso como una pequeña colchoneta y sobre ella pone una de las telas de seda, que ahora noto, son dos, azules, de exactamente el mismo tamaño.
Se quita el pantalón del buzo y queda cubierta por un calzón deposrtivo, ni grande ni pequeño, de algodón blanco. Sentante, me dice seria. Antes vamos a hablar.
Yo me siento y la escucho.
¿Vos sabes cómo es una vagina?
Yo le sonrío. Creo que sí, respondo.
¿Crees o sabes?
Lo pienso un instante. Este diálogo me va a dejar como un imbécil, pienso, diga lo que diga.
Pues no. No lo sé.
Beeeeepppp…. Me dice. Respuesta incorrecta. Claro que sabés. Claro que sabés.
Ok, agarrá ese cuaderno de croquis y fijate bien. Silvina se acomoda entre los almohadones y abre levemente las piernas. Deja una apoyada y recta, la otra la encoje. Sus piernas dibujan un ángulo de cuarenta y cinco grados entre sí. El calzón deja ver la protuberancia del pubis. Veo la piel suave de la ingle que termina en el borde del elástico. Luego es la tela blanca la que se eleva. Bajo el algodón, puedo notar la textura de sus pelos. Me excito, siento como algo se me pone duro entre las piernas y me acerco a Silvina. Ella se ríe y me apunta con el dedo.
¿Qué mierda crees que haces? Me dice con una sonrisa. Vos ni te sueñes, pero escuchame, ni te sueñes que voy a coger con vos. Sentate ahí y haceme caso. ¿Ok?
Yo me siento como un niño. Me siento y le hago un gesto de aceptación con la mano.
Lo que vas a hacer es dibujar todo lo que no ves. ¿Me entendés? Vas a dibujar justo lo que está tapado por mi bombacha. ¿Podés?
Yo vuelvo a mirarla y asiento. Poné música, dale, me dice mientras acomoda la cabeza sobre una almohada y cierra los ojos. Cualquier cosa sin voces.
Yo me doy vuelta y pongo un disco de Jazz, mientras las manos me tiemblan levemente. Tomo un sorbo de jugo de la botella que Silvina dejó a medias y me siento a dibujar. Ella mantiene los ojos cerrados y por un instante pienso que se ha quedado dormida.
Cuando termino, veo mi dibujo y me doy cuenta de que quedó bastante bien. Lo repaso con el dedo para crear sombras y lo dejo sobre la mesa. Han pasado menos de veinte minutos. En cuanto muevo las manos, Silvina abre los ojos.
¿Termistaste?
Se sienta en los almohadones y me llama con la mano. Vení, vení, mostrame.
Le muestro el dibujo y ella sonríe.
No está mal, ché, nada mal para alguien que no conoce una vagina ¿no crees?
Silvina se pone de pie y mira el dibujo con atención. Si, creo que tarde o temprano lo vas a hacer. Pero mirá. Esta bien. Está re bien, pero no dice nada. ¿Te das cuenta?
Andá y te lavás de vuelta la manos, y volvé acá.
Yo le obedezco. Me lavo las manos hasta eliminar todos los rastros de grafito de mis dedos.
Acercate, me dice. Se ha vuelto a tirar sobre los almohadones, ahora tiene ambas piernas abiertas. Dame tu mano. La toma y lleva mi dedo índice hacia su cuerpo.
Pablo, vos pintás lo que está afuera, y lo hacés bien. Muy bien. Pero para pintar hay que saber lo que está debajo. Hay que sentirlo. Tocá los labios, me dice, despacio. Mirá como están llenos de sangre y de venas bajo la piel. Vos tenés que pintar todo, me entendés. Y sólo cuando hayas aprendido a pintar todo podés restar algo. Silvina toma la palma de mi mano. Rozá sobre la bombacha, sentí los pelos. Cierra los ojos. Sentí suy desorden. Son como un remolino que comienza en el centro. Te das cuenta.
Yo estoy excitadisimo, pero ella está completamente concentrada. Mirá. Silvina se quita los calzones y me encuentro de frente con su pubis. Aunque es rubia, los pelos de su vagina son más oscuros, casi café. Está depilada en los bordes, los pelos nacen justo sobre el final de la vulva y se arremolinan. Andá a buscar la lupa, me dice. Yo obedezco. Te tenés que fijar en los detalles, para luego olvidarlos, me seguís. Tocá, tocá los labios. Ves que bajo ellos hay vida. Eso es lo que falta. Hagámoslo otra vez ¿te parece? Pero ahora con lápices de color.
13 comentarios:
Julián.....personajes nuevos...tu libro se me hace de esos que hay que volver las hojas para no perderte de nada......nombres, historias....repasar para no confundir.....ese Pablo Ortiz tiene pasado y secretos....
Más ¿si?
Aún no me llega el mail con las direcciones
Besos para ti,
Titi
y pensar que lo dificil está en no comparar el mundo con el universo, la gota con el océano, la materia con el espíritu...
Escuchaba ayer de un monje budista... para ser libre te debes al control. ¿???... y tan cual, sólo el que controla su mente, materia y espíritu es libre, pues hace, piensa y siente lo que desea.
¿quien puede en estos dias recordar con libertad? ¿el recuerdo será, como el de tu protagonista?...un puñado de dedos convertidos en pinceles, tratando de grabar a trazo la experiencia de sentirlos vacíos...
Uno, dos, tres... ya cada vez quedan menos dedos sujetando la memoria.
Un beso... íntimo y completamente tuyo.
Me gusta ver que avanzas.
Hay algo en ese pintor que me molesta...me incomoda, tal vez, no sé aún.
La historia me atrae, me gusta ver cómo entrelazas peñas historias de nuevos personajes, sus descripciones me hacen pensar en si más adelante tendrán un rol más importante o sólo pasaran a ser una anécdota ¿?
JULIIIIIIIIIIIIIIII...Acá toyyyyy!!!jajajajaja
Ufa!SILVINA tuvo poca intervención! Pero alguien parece que es fanático de los MOJITOS como yo!jajajajajaaj
Rescato de estos capítulos que a pesar de ser Argentina no lo cagó y el cheque tenía fondos,bien ahí!jajajajaj
P.D.:No te enojas si te sugiero algo?Espero que no...Creo que no te enojarás...
¡PIMIENTA!
Algo de pimienta a SILVINA,sin estar tan desalineada,más desparpájo y quiero más participación de mis PARISIENNES!
¡ES MAS TE LO ORDENO!jajajajajaj
Me gusta mucho,te leo de tirón pero con un poco más de condimento gradualmente las aristas serían variadas,no te parece?
(si no te agrada que opine,pues jodéte,vos te inspiraste en datos míos,pues!)jajajajajaj
TE DEJO MIS BESOS (todos!)
Y UN ABRAZOTE DE OSO PANDA...
este Pablito se las trae...
joer Tío que me has dejao intrigada.
quiero mas!!!!!
de verdad Shulián, me gusta mucho la manera en que escribís.
salud!!!
y quisiera leerte más haikus.
chuicks!
Julian......una vez más me sorprendes......Definir el amor no se puede....a duras penas lo podemos conceptualizar, vivirlo alguna vez en la vidao disfrutarlo a veces, sentirlo desde la punta del pie hasta la cabeza, el amor te atraviesa de lado a lado y muchas veces te deja sin palabras. Podemos hablar del amor, podemos pensar el amor, pero no lo podemos definir...creo que en eso estamos de acuerdo.
La responsabilidad de una vida plena es de cada uno. Nadie puede hacernos feliz, si nos nos queremos a nosotros mismo primero ¿verdad?......yo creo que un ser humano atractivo es una persona autántica....una persona que se quiere y respeta.
Para conseguir en todo orden, cosas buenas hay que tomar riesgos. Todo tiene su costo. Ser feliz no es gratis y estar bien tampoco.
PD. Ya lo habia leido y al volverlo a leer coinciso con la petición de pimienta....
PD1. Te envie un correo a la dirección y rebotó....creo que hay algun porblema con eso.
PD2. Hoy estoy triste, solo queria decirlo.
Un abrazo para ti....me gustan los abrazos creo que es una buena forma de comunicar y sentir. (¿Qué haces con tantos besos?)
Titi
Me sorprende que escuches a Ismael Serrano y menciones a Silvio.....románticos, luchadores,
idealistas y cantan en español.....escribiendo esto ya no me sorprende tanto...
Triste por que ayer metí la pata....y molesta conmigo misma por ser tan temperamental, creo que se me juntaron cosas de orden laboral y algunas de tipo emocional...hoy amanecí con ganas de un abrazo grande, de esos donde uno se siente segura y tranquila, así que gracias por el tuyo.
Pimienta?...para mi placeres de la carne que tal vez se insinúan o sabemos que deben venir....y aún no llegan, creo que es eso.
Silvina se las trae.....
Envíe un correo a los 3, ya rebotó uno....
Un abrazo de esos que tu mencionas y se me ocurren varias ideas jajajaja
Titi
volveré con más tiempo y menos prisa...
gracias por tus comentarios
te invito a ver los temas anteriores
se te espera
eres bienvenido
No puedes detenerte ahí! malo!!!
No sabes lo vivas que están esas imágenes de Silvina y Pablo, jajajajaja. Me gusta, sube más!
Pero Pablo sigue sin gustarme, la que me gusta es ella, porque es imponente.
Me asombras.
me parece muy bueno amigo, espero seguir leyendo, aunque a veces me retraso pero ya sabes, el tiempo.
De momento me dejas intrigada.
Un abrazo enorme.
JULIIIIIIIIII...Esta es la SILVINA que yo quiero! Así desprejuiciada,desenfadada...
SILVINA es muy ella,tiene un mundo interior enigmátoco y muy rico...
Esos NEGROS me matan!
De sólo imaginarla fumando así en el éxtasis de saborear,con los ojos cerrados,concentrada en el sabor y él concentrado en el aroma que la encierra a ella...
Se esta poniendo interesante!
¡SIIIIIIIIIIIIIIIIII!
Te lo digo...¡ME GUSTA!
Es más...¡ME ENCANTA!
P.D.:Veo que de vez en cuando mi querido monje me da un poquitito de bola,eh?!jajjajaja
¡GRACIAS!
No olvides que si tenés éxito la dedicatoria es solamente para mí,eso aclaralo desde ahora porque después no quiero arrepentimientos!jajajajaj
AHORA QUIERO MUCHO MAS...MAS QUE NUNCA QUIERO CONOCER A ESA SILVINA, A TU SILVINA!
MIL BESOS SUPER ENORME EN LA PUNTA DE LA NARIZ!(confieso que esos besos cómplices me fascinan!)
Mi angel predicador, amante de los sueños que nadie ama, pero que aparecen cabizbajos buscando abrigo en unos dedos que se cuentan de uno hasta perderlos en el pincel o en el lápiz... da igual verdad... yo no estoy lejos, estoy ausente, perdida, atrasada, en esto del vivir y el hacer... pero te llevo desde la curva de mi mano, hasta el pliegue de mi epidermis oprimiendo las teclas para recordarte que esto no acaba... nunca. Siempre... tuya.
Y este protagonista, ¿que no sabe que el color es lo que potencia?... el trazo es sólo la seducción de la tela contra la rabieta de un deseo.
hecha un ovillo te llamo... deje una invitacion para ti en mi casa.
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