Nuevo Capítulo XIII y Capítulos XIV, XV y XVI
XIII
Cuando Silvina termina de arreglar mi mesa, veo que ha dejado sobre ella una lupa enorme con una especie de linterna, una caja de guantes quirúrgicos y un trozo de tela de seda o algo así. Hay otras cosas que no alcanzo a distinguir y que ella devuelve a la mochila.
Mirá, me dice, en realidad vamos a partir de otra manera. Te explico. Quiero que pintés esa tela de dos metros que tenés ahí, con un retrato de mi vagina.
Yo la miro con una sonrisa. No sé que decir.
Sí, ya se que es loco. Pero vamos a hacer lo siguiente, además de que el cuadro lo vamos a vender, porque lo vamos a vender, yo te voy a pagar por horas tu tiempo. Después, luego de vendido, descontamos mi comisión y esas horas.
Yo vuelvo a mirarla sin entender nada. ¿Qué hora es? Ella mira su muñeca y se responde sola. Casi la una. Tendremos luz natural hasta más o menos las cinco, ¿no?
Ok, entonces hoy tendremos sólo cuatro horas. Mañana yo no puedo venir. Pasado tampoco, pero el miércoles nos juntamos a las diez en punto. ¿Te parece unos cien por hora?
Gano seis dólares por hora limpiando platos Silvina, le digo sonriendo ¿Qué crees tú?
Qué ganas una mierda, me responde, pero yo tampoco pagaría más por lo de los platos. Te pregunto si está Ok cien dólares la hora por hacer exactamente lo que te diga. Por olvidarte de mucho de lo que has sabido hasta ahora sobre pintar cuerpo humano. Por obedecerme en serio, me entendés, como a una jefa muy bruja. Yo cobraría al menos el doble, me dice riendo. No sabés lo bruja que soy.
Cien está perfecto, le digo, aunque dudo que recuperes la inversión.
¿Tan poco confías en el coño de una argentina? Ché, pero qué mal.
Yo estoy a punto de comenzar a replicar algo pero ella me calla con un gesto. Shhhto., me dice seria. ¿Tenemos un trato? Me dice alargándome una mano.
Claro, tenemos un trato, le contesto devolviendo el apretón con poca energía.
Ok. Andá y te lavas bien las manos. Saca de la mochila - que parece tener una capacidad inagotable – un frasco de jabón líquido verde. Lavate con esto, me dice, y hacelo bien, que yo me pego cualquier cosa de que me toquen. Yo tomo el frasco y me voy al baño. Me lavo las manos y me escobillo las uñas. El agua está fría. Cuando vuelvo, Silvina está acomodando los almohadones del piso como una pequeña colchoneta y sobre ella pone una de las telas de seda, que ahora noto, son dos, azules, de exactamente el mismo tamaño.
Se quita el pantalón del buzo y queda cubierta por un calzón deposrtivo, ni grande ni pequeño, de algodón blanco. Sentante, me dice seria. Antes vamos a hablar.
Yo me siento y la escucho.
¿Vos sabes cómo es una vagina?
Yo le sonrío. Creo que sí, respondo.
¿Crees o sabes?
Lo pienso un instante. Este diálogo me va a dejar como un imbécil, pienso, diga lo que diga.
Pues no. No lo sé.
Beeeeepppp…. Me dice. Respuesta incorrecta. Claro que sabés. Claro que sabés.
Ok, agarrá ese cuaderno de croquis y fijate bien. Silvina se acomoda entre los almohadones y abre levemente las piernas. Deja una apoyada y recta, la otra la encoje. Sus piernas dibujan un ángulo de cuarenta y cinco grados entre sí. El calzón deja ver la protuberancia del pubis. Veo la piel suave de la ingle que termina en el borde del elástico. Luego es la tela blanca la que se eleva. Bajo el algodón, puedo notar la textura de sus pelos. Me excito, siento como algo se me pone duro entre las piernas y me acerco a Silvina. Ella se ríe y me apunta con el dedo.
¿Qué mierda crees que haces? Me dice con una sonrisa. Vos ni te sueñes, pero escuchame, ni te sueñes que voy a coger con vos. Sentate ahí y haceme caso. ¿Ok?
Yo me siento como un niño. Me siento y le hago un gesto de aceptación con la mano.
Lo que vas a hacer es dibujar todo lo que no ves. ¿Me entendés? Vas a dibujar justo lo que está tapado por mi bombacha. ¿Podés?
Yo vuelvo a mirarla y asiento. Poné música, dale, me dice mientras acomoda la cabeza sobre una almohada y cierra los ojos. Cualquier cosa sin voces.
Yo me doy vuelta y pongo un disco de Jazz, mientras las manos me tiemblan levemente. Tomo un sorbo de jugo de la botella que Silvina dejó a medias y me siento a dibujar. Ella mantiene los ojos cerrados y por un instante pienso que se ha quedado dormida.
Cuando termino, veo mi dibujo y me doy cuenta de que quedó bastante bien. Lo repaso con el dedo para crear sombras y lo dejo sobre la mesa. Han pasado menos de veinte minutos. En cuanto muevo las manos, Silvina abre los ojos.
¿Termistaste?
Se sienta en los almohadones y me llama con la mano. Vení, vení, mostrame.
Le muestro el dibujo y ella sonríe.
No está mal, ché, nada mal para alguien que no conoce una vagina ¿no crees?
Silvina se pone de pie y mira el dibujo con atención. Si, creo que tarde o temprano lo vas a hacer. Pero mirá. Esta bien. Está re bien, pero no dice nada. ¿Te das cuenta?
Andá y te lavás de vuelta la manos, y volvé acá.
Yo le obedezco. Me lavo las manos hasta eliminar todos los rastros de grafito de mis dedos.
Acercate, me dice. Se ha vuelto a tirar sobre los almohadones, ahora tiene ambas piernas abiertas. Dame tu mano. La toma y lleva mi dedo índice hacia su cuerpo.
Pablo, vos pintás lo que está afuera, y lo hacés bien. Muy bien. Pero para pintar hay que saber lo que está debajo. Hay que sentirlo. Tocá los labios, me dice, despacio. Mirá como están llenos de sangre y de venas bajo la piel. Vos tenés que pintar todo, me entendés. Y sólo cuando hayas aprendido a pintar todo podés restar algo. Silvina toma la palma de mi mano. Rozá sobre la bombacha, sentí los pelos. Cierra los ojos. Sentí suy desorden. Son como un remolino que comienza en el centro. Te das cuenta.
Yo estoy excitadisimo, pero ella está completamente concentrada. Mirá. Silvina se quita los calzones y me encuentro de frente con su pubis. Aunque es rubia, los pelos de su vagina son más oscuros, casi café. Está depilada en los bordes, los pelos nacen justo sobre el final de la vulva y se arremolinan. Andá a buscar la lupa, me dice. Yo obedezco. Te tenés que fijar en los detalles, para luego olvidarlos, me seguís. Tocá, tocá los labios. Ves que bajo ellos hay vida. Eso es lo que falta. Hagámoslo otra vez ¿te parece? Pero ahora con lápices de colores.
Vení acá, bruto. Sentate aquí a mi lado. Así, che, hey, no me mirés con esos ojos. Que me vas a decir que no había visto antes a una mujer con las patas abiertas. Ya, vení acá, agarrá esa lupa y prendele la luz.
Yo estoy vuelto loco. Me cuesta enormemente estar tan cerca de esa vagina y no poder tocarla. Morderla. Pero Silvina trata su cuerpo como si fuera algo aparte de ella. Como si pudiera simplemente no hacerse cargo de lo que produce.
Hasta ahora no había sido conciente de que una vagina podía ser magnífica. Nunca, en todos los años en que he pintado cuerpos desnudos, me había concentrado en el pubis como algo aparte, distinto a una mancha oscura entre las piernas.
Prendo la lupa. Una luz blanca ilumina los pelos castaños. Miro. Silvina se acomoda y me toma la mano. Mirá Pablo. Tenés que aprender a mirar. El dibujo no existe, che, el cuerpo humano no está hecho de líneas, está hecho de luz, porque eso es lo único que ven nuestros ojos. Vos lo que tenés que aprender es a reconocer mi vagina en cada detalle para saber como se comporta la luz. Mirá como cambia la piel. Tocá la ingle, che, dale, que no muerde. Pasá tu dedo despacio por la ingle y tratar de sentir como la piel se hace más tirante cuando las piernas están abiertas. Mirá ahora cuando cierro un poco las piernas. ¿Te das cuenta que la piel se arruga, se vuelve menos suave, más áspera?
Eso tiene un sentido, Pablo. Vos no leíste a Balzac, ¿no? Me dice riendo. Yo la miro y niego con la cabeza. Tenes que leer a Balzac, che, me dice. Si vos vas a pintar mi ingle, tenés que conocer exactamente como se refleja la luz sobre ella. Y también tenes que lograr saber como se compartaría si la piel se moviera, si yo girara, así, ves como la luz se pierde, y ahora hay sombra. Ese es tu problema, che, vos dibujas más o menos lo que ves a la primera, y lo haces re bien, pero no dibujas lo hay, todo lo que hay, todo lo que podría haber. Tu pintura no se va a mover, pero tiene que lograr seguir existiendo si el que la mira se imaginara el movimiento.
Silvina prende un cigarrillo después del otro. Los toma con una mano y los enciende con la misma, para no cambiar de posición. El humo lo inunda todo. El olor a tabaco negro se confunde en mi mente con el de su vagina. Hasta hoy, después de años, el aroma de los parisiennes me excita como un loco.
Agarrá esa lupa y quiero que comencés a mirar todo de nuevo, me dice seria. Casi enojada. Partí por aquí, por mi barriga. Silvina se sube levemente la camiseta y deja a la vista su abdomen, justo bajo el ombligo. Yo comienzo a pensar que cien dólares la hora de tortura es poca plata. Se lo digo y ella me dice, muerta de la risa, ché, te lo dije ¿Pero sabés qué? Se baja la camiseta antes de seguir hablando, vos estás nervioso che, y desconcentrado. Mirá lo que vamos a hacer, tan fácil que no se me había ocurrido ¿Por qué no vas al baño y arreglás de una vez tu apuro? Le lavás bien, pero bien bien las manos y volvés aquí - Yo la quedo mirando sin saber que contestar, pero Silvina cierra las piernas y se tapa con el trozo de tela sobrante. Dale, che, que no tenemos todo el tiempo del mundo. Cuando volvás vas a estar como nuevo. Me hace un gesto con la mano para que mueva y prende otro cigarrillo.
Yo asiento con la cabeza y me pongo de pie. Camino hasta el baño, cierro la puerta y me masturbo. En menos de un minuto efectivamente me siento como nuevo. Me limpió con cuidado y me lavo las manos. Cuando vuelvo, Silvina está de pie, desnuda desde la cintura hacia abajo y hablando por el móvil. La miro. Su cuerpo francamente no tiene nada de especial. Se mantiene bien, se nota que hace ejercicios y todo eso, pero tiene las piernas algo cortas y gruesas, unas nalgas apenas en orden y con algo de celulilits, sin embargo, cuando se da vuelta hacia mi y vuelvo a mirar entre sus piernas me hago conciente, una vez más, de la perfección de su vagina. No sabría describirlo, es simplemente como si hubiera sido modelada aparte, por otro escultor, y sobrepuesta en su cuerpo. La miro atentamente mientras camina, hiperquinética, y habla con alguien en un Inglés perfecto y sin acento. De inmediato noto una nueva erección entre mis piernas, pero esta vez bastante más tímida y controlable.
Silvina cuelga y vuelve a su posición. Ok, Pablo, vení acá. Al menos ya se te quitó la cara de idiota. Coño, tío, que si te hubiera dejado metermela desde el principio seguro que no habrías visto nada de nada, si son unos niños ustedes. Agarrá la lupa, prendé la luz y fijate bien.
A partir de ese momento, Silvina me introduce en un verdadero viaje, en el que cada curva y cada pliegue se vuelve parte de un camino que nunca antes había recorrido. La luz, Pablo, fijate en la luz, me repite, mientras lleva mis ojos y mis manos desde su abdomen hacia su pubis, recorriendo primero el bulto de su monte, bajando por las ingles, cambiando de postura, jugando con la luz de la lupa, apagarla y prenderla, conocer los poros, los lugares desde los que nace cada bello. Mira, che, como entra la luz entre ellos, aquí Pablo hay espacio, y eso no está en tus dibujos. Vos dibujas lo que hay encima, pero para eso tenés que saber lo que queda oculto, dibujá el aire entre los vellos, tocá, sentí. Mi manos se siguen moviendo, reconociendo junto con mis ojos la textura cambiante de su piel. El reflejo y las sombras. Me quita la lupa, me obliga a alejarme para apreciar el conjunto y luego vuelve a los detalles. Sus labios están cerrados. Cuando mueve las piernas hacia un ángulo abierto, los labios se separan muy levemente y puedo vislumbrar el rosa claro que rodea el clítoris. Mirá, me dice, mirá ahora con la lupa. Ella se flecta para mirar hacia abajo y se abre levemente los labios con dos dedos. Fijate en los bordes. ¿Alguna vez habías visto realmente lo que hay por dentro de los labios? Yo me sumerjo entre ellos y por primera vez reconozco la textura de esa piel tal como es. Llena de puntitos. Llena de relieves y arrugas diminutas que la hacen elástica. Avanzo hacia el centro. Me encuentro con la piel irregular y como recortada que dibuja los labios menores. Los miro con cuidado, y sin pensarlo, los muevo con un dedo para abrirlos. Silvina aprieta levamente pero se da cuenta de que no estoy tratando de excitarla. Que yo ya estoy completamente concentrado en las formas, y no dice nada, se relaja y me deja seguir. Muevo los labios. Con cuidado, los observo por dentro, me quedo el los bordes, en la superficie lisa del centro, en la forma imperceptible en que bajan hasta desaparecer abajo, justo en la entrada de la vagina. Miro con la lupa, prendo y apago la luz. Abro la vagina con los dedos y observo la textura de la piel, llena de diminutas franjas. Subo la mirada por todo el borde. Por primera vez soy conciente de dónde empieza y dónde termina cada cosa. Ahí está, el clítoris cubierto por capas diminutos de piel. La película delicadamente húmeda de las mucosas. Por fin me detengo, agotado. Me restriego lo ojos y me alejo un poco para mirarla nuevamente al natural.
Silvina cambia de posición, vuelve a dejar las piernas en la misma postura del primer dibujo. Una piernas estirada y recta, la otra levemente flectada en un ángulo recto. Prende un cigarrillo y lo aspira suspirando. Yo la miro a los ojos. Ella se ríe. Che, soy humana después de todo, me dice cerrándome un ojo, pero eso a vos no te importa, que yo luego me las arreglaré. Andá, tomá el cuaderno y los lápices y pintala.
Yo la miro de cerca por última vez en esa tarde, me paro del lugar en el que estoy y vuelvo a mi silla. Tomo el cuaderno y los lápices. Cierro los ojos, y cuando los vuelvo a abrir, ahí están, las formas como nunca antes las había visto. La luz entrando por todas partes. El aire. El espacio. Las formas. Respiro profundamente y comienzo a dibujar.
XIV
Cuando llego a mi departamento me dejo caer sobre un sillón de cuero rojo y miro por la ventana. Pienso en las palabras de Sandy. Me recuerda una corte. Qué se yo. A mi me sigue recordando a la escena esa de la Guerra de las Galaxias. Es difícil describir que es lo que hacemos los artistas plásticos aquí. De entrada, ya nadie se llama a si mismo artista plástico, o pintor, se nos llama artistas visuales. ¿Qué mierda es eso? Yo soy pintor. Algo veo, claro, y algunos me ven.
Miro la hora. Son más de las once. Igual tomo el teléfono y llamo a Sandy. No lo puedo evitar.
Hola, sí. ¿No dormías?
Del otro lado, una risa. Cómo voy a dormir, chico, es jueves y son las once de la noche. Me preparo para ir a una fiesta. ¿Quieres venir?
Lo dudo por un instante.
¿Fiesta gay?
Sandy se muere de la risa. Coño, Pablito, pero qué mente la tuya, si pareces sacado de un pueblito. Acá, chico, todas las fiestas son gay.
Yo lo medito por una fracción de segundo y me río de vuelta. Tienes razón negro, le digo. Soy un idiota.
¿Dónde?
En la casa de unos amigos, me dice. Algo informal, ya sabes, unas cincuenta personas.
Necesito que habemos, le digo ¿Vamos a poder hablar?
Pero claro, cómo no. Pásame a buscar y nos vamos juntos. Tómate un taxi como ciudadano decente.
Ok, le digo aún sin estar muy convencido. Estaré en tu casa en media hora.
Hecho, compadre, te espero.
XV
A las once y media en punto toco el timbre de Sandy. Me contesta su mamá y me abre la puerta. Subo por el ascensor y entro directamente en la sala. Frente am i, un enorme cuadro abstracto. Trato de reconocer al autor. No lo consigo. No había estado aquí en varios meses. El cuadro es nuevo. Es bueno. Muy bueno.
Sandy aparece vestido como un príncipe. Completamente de negro. Con camisa de seda, pañuelo y chaqueta.
Estás listo para matar, le digo riendo.
Y tu estás listo para que te maten, me contesta con sus dientes blancos.
Vamos, vamos, me dice empujándome. Nos están esperando abajo.
Oye, le digo, te quería preguntar.
Sandy me interrumpe. Chico, sabes que no me gusta hacerme esperar. Vamos y me preguntas en el auto.
En la calle nos espera una pequeña limusina negra. El chofer nos abre la puerta y entramos.
Háblame de ella, le digo apurado.
¿De quien?
De Laura, así se llama, ¿no?
Sandy me mira con ojos de reproche y hace un gesto de negación con el dedo. No, no, no. Nada que saber. Nada de nada.
¿Hace cuanto están casados?
Sandy me mira serio.
Pablo, te lo voy a decir sólo una vez. No. No lo vas a hacer y mucho menos voy a colaborar en eso. Chico, hay cosas en la vida que simplemente no se hacen. Son pocas, créeme. Poquísimas. Pero esta es una de ellas.
Yo lo miro tratando de relajarlo.
¿Desde cuando este ataque de moralidad? Le digo.
El sonríe triste. No, no es de moralidad. Es de sentido común. No tienes nada que hacer en medio de eso. Te lo aseguro, hermano.
Llegamos, me dice, al notar que el auto se ha detenido. Si lo que quieres es una chica realmente hermosa, estamos en lugar correcto, me dice de nuevo con buen humor.
Yo me bajo y comienzo a caminar hacia la entrada de un pequeño Club en el Village. Lo primero que veo en la entrada es a Laura. Le doy un tirón a Sandy y se la indico. El me toma del brazo y me dice. Nos vamos. Me equivoqué. Aquí no es. Yo lo tironeo de vuelta. La mujer ya ha entrado. No vi al marido, le digo a Sandy mientras el gorila de la puerta nos hace pasar casi con una reverencia. Pero está, chico, ya vas a ver, ese es el problema, siempre está.
XVI
Es miércoles. Son las siete de la mañana. Renuncié a mi trabajo. Realmente no lo necesito. Entre el dinero de los cuadros y lo que me está pagando Silvina, aunque sólo fuera un par de días, tendría el equivalente a muchos meses, años de lavar platos.
Silvina me lo sugirió y al principio no me pareció una buena idea. Pero es imposible discutir con ella.
Antes de irse, tomo entre sus manos el dibujo y luego me dio un beso en los labios. Un beso sin saliva. Sin lenguas. Sólo un beso sonoro. Agitó la hoja de papel y la guardó en una carpeta. Esto es mío, me dijo. Y sobre dejar el trabajo, ¿Cuál es el problema? ¿La seguridad?
Me parece muy bien. Ganás ¿Cuánto? Seis la hora. Sesenta al día. Y no tenés seguro ni pagas impuestos ni nada de nada. Osea, hablamos de seiscientos al mes. Yo te pago seiscientos al día, y te voy a pagar dos semana adelantadas. Diez días laborables, claro, si no soy una esclavista. Son seis mil dólares. Diez meses de laburo con los platos. No me jodás, che, que si realmente te gusta el detergente me lo decís, pero no me hablés de seguridad.
La miré a los ojos. Ok, le dije. Ok, al final siempre habrá trabajo lavando platos en otra parte, le dije riendo y con el nuevo cheque entre los dedos.
Vos pensás que estoy loca, ¿no?
Que estoy tirando la plata como una chiflada. Le sonreí. Francamente eso es lo que creía.
Ella agitó mi dibujo,
Vos no tenés ni idea del negocio que estoy haciendo yo. No tenés ni idea.
Nos vemos el miércoles temprano, me dice mientras sale de mi cuarto.
Es miércoles. Son las ocho. Miro el cheque y me siento a esperar. A las ocho y quince minutos la veo aparecer por la calle. Vigilo constantemente por la ventana. Viene con dos tipos vestidos con traje de mudanzas. Me dice hola con la mano y desde algún lugar aparece un camión al que ella y los tipos le hacen gestos para que se estacione frente a la puerta de mi edificio. Con la mano, Silvina me dice que baje. Puta, me digo, ¿y ahora qué?
Silvina está radiante. Vestida con jeans y camiseta. Anteojos oscuros. Me sonríe desde metros antes de encontrarnos.
Encontré el lugar perfecto, me dice, pero antes lo tenés que ver y estar de acuerdo. Estaba preocupada por la luz, y los colores, y eso. No quería cambiarlos. Pero ven, ven. Silvina parece una niña de colegio. Comienza a correr por la calle hasta un edificio que queda exactamente en la esquina del mío. Un edificio viejo y semi abandonado. La sigo. Cuando llegamos a la puerta nos encontramos con una mujer de unos cuarenta años y vestida con traje sastre. Nos saluda con la mano.
Silvina me presenta. El señor es el artista del que le hablé, le dice. Yo la miro y no digo nada. La mujer le sonríe a Silvina. Tenemos todo listo. El ascensor está funcionando. Los baños. La cocina. Todo en orden.
Silvina mira la hora y le sonríe. Esto es increíble. ¿En menos de cuarenta y ocho horas?
Somos una empresa muy seria, le contesta la mujer, pero por supuesto hay una serie de arreglos que son provisionales, con más tiempo…
Silvina no termina de escuchar y se abalanza sobre el ascensor. Nosotros la seguimos. En lugar de tablero, tiene sólo un botón rojo y uno verde. La mujer aprieta el botón verde. Comenzamos a subir lentamente. Llegamos al piso 14. Nos bajamos.
Mirá, che, pero esto quedó perfecto, me dice a mi pero en realidad hablando para si misma. Silvina corre hacia el interior. Nos encontramos en un gran espacio prácticamente vacío. Debe tener unos ciento cincuenta metros cuadrados o algo más. El techo es extremadamente alto para ser el original. Casi tres metros. Al fondo, me doy cuenta, los ventanales dan exactamente en la misma dirección que las ventanas de mi casa.
Casi no tiene muebles. Una cama de dos plazas en un rincón. Un ropero antiguo y una cómoda con cajones. Unas veinte telas de distintos tamaños. Una enorme pantalla, como de cine. Un escritorio con un computador pequeño y blanco con una impresora enorme conectada, y otros artefactos que no reconozco. Un equipo de música que parece muy caro. La cocina es otro rincón de la casa, y sólo una puerta, que intuyo, es el baño.
Y bueno, che, me dice. ¿Te lo quedás?
Yo la miro y le digo que necesitamos hablar. Que me estoy sientiendo incómodo.
Silvina mira a la mujer de traje. Nos lo quedamos. Por supuesto. Le da la mano a la mujer y esta sale. Los tipos vestidos de mudanza la miran con cara de pregunta. Ella les hace un gesto. Esperan afuera.
Nos sentamos sobre la cama. Y hablamos. Por primera vez hablamos. Creo que entendí. Al menos en ese momento creí haber entendido el trato. Y lo acepté.
Lo demás es historia.
Cuando habíamos terminado de hablar, Silvina prendió el proyector y apareció una foto enorme, que ocupaba cada milímetro de la pantalla, con su vagina en la misma posición en que la había dibujado. Ella cerro las cortinas. Apagó las luces y sonriendo se paró frente al propyector.
Y, che, ¿Qué te parece?
Yo la mire de vuelta. Bella, le respondí.
Vas a ser famoso, che, ¿Lo sabías?
Yo no dije nada. Media hora más tarde estaba trasladando mis pocas cosas al nuevo lugar. Seis meses después, se inauguraba la nueva Galería de Silvina en Chelsea con sólo un cuadro de tres metros por tres metros. Se llamaba “vagina en detalle”. El éxito fue tan instantáneo que me abofeteó como una madre. Sin avisar pero sabiéndome culpable.
Por meses, años, hice exactamente lo que Silvina quiso. Sin discutir. Sin dar mi opinión. Como un títere en sus manos pinté a las modelos que me trajo, usé los colores que ella elegía y escogí los ángulos que le parecían correctos. Fue un tiempo terrible, pero a la vez maravilloso. Yo sólo tenía que obedecer y todo lo demás ocurría solo. Hasta que ella misma se dio cuenta de que yo no lo iba a soportar más, y me ofreció una tregua. Desgraciadamente, para ese momento ya era adicto al éxito, y no conocía ninguna otra manera de lograrlo. Desde ahí en adelante, lo único que cambió fueron las modelos.
XVII
El papá está sentado en la butaca de felpa verde. Mira hacia arriba. Hemos venido los cinco a Buenos Aires a recibir esta casa. Está aquí, en la Recoleta, la calle lleva nuestro apellido. El papá nos ha contado mil veces la historia de nuestra familia en la Argentina, y de cómo su abuelo se vino a Chile para lo de la peste amarilla, a fines de siglo... y también nos ha contado lo de los cementerios que aparecían y luego ya no estaban. Que se construían de emergencia, sin pensarlo. Los hacían para dar espacio a los muertos de la peste, para recoger los cadáveres que ya no cabrían en La Recoleta, y dejarlos por sus barrios, en Belgrano, en Villa Devoto en Caseros, en La Boca. El cementerio de Caseros se llamó del Sur, frente a la cárcel, se instaló por el 1867, ahora hay un parque arriba... buen abono, supongo, porque no me creo que hayan podido sacar todos los muertos, Florentino Ameghido, así se llama el parque de Caseros, al frente de la Carcel, justo donde estaba el cementerio del Sur... Lo cerraron en 1892, Igual que el de Chacaritas, ese que fundaron en 1871, para los peores desbordes de la Recoleta, cuando ya no había un solo pedazo de tierra donde meter un muerto... y otros muchos, en Flores, en Barracas... también se fundó en esa época el Cementerio de los Disidentes, en 1857, donde se enterraban los muertos de la colonia británica, en el lugar en el ahora está la Plaza Primero de Mayo, ahí en la equina de Pasco con Yrigollen.
En Buenos Aires, entre 1860 y 1890 se fundaron varias decenas de cementerios que desaparecieron muy pronto, cuando ya no había más peste, y los muertos ya no andaban por ahí a la deriva... y nadie estaba dispuesto a dejar a sus seres queridos en lugares a medio hacer, ni tampoco a invertir nada para que estuvieran terminados de hacer, y ¿para qué? Si ya había tiempo, y se podía pensar en ampliar los de siempre, y todo querían la Recoleta, pero pocos podían en la Recoleta, pero también estaban otros bien armados, y limpios, como el de Chacaritas, que quedó, o uno de los dos de Belgrano, que ya no recuerdo su nombre, pero que todavía duró un rato más... Y yo me imagino los carros tirando de nuevo, treinta años despúes, otras cajas con restos de muertos, para llevarlos a donde pertenecen, a donde siempre debieron estar, como si fuera un tour, desde Belgrano a la Recoleta, por la misma Cabildo y luego por Santa Fé, o directamente por la orilla del Río de la Plata, o por la línea del tren...
El papa se estruja las manos y sonríe. Me asquea. Se pasó casi veinte años en juicio para quedarse con esta casa y todo lo que hay adentro. Y en realidad es eso lo que de verdad le importa. Todo lo que hay aquí adentro.
Benjamín debe tener unos diecisiete años. Claro, porque yo tengo ocho. Estoy aburridísmo. Me quiero ir de aquí. Ya llevamos un mes en Buenos Aires durmiendo en nuestra casa de la Recoleta. La mamá teme que el papá se quiera quedar para siempre. No podría negarse, pero ella es de Chile, y ya extraña a sus hermanas y a sus amigas. Tu padre está loco, le ha dicho enojada a Mateo, él se ha limitado a sonreír, como siempre. En esta familia somos expertos en sonrisas, creo que nos viene en la sangre. Nos sonreímos para mostrar que estamos de acuerdo, y también para cagarnos en la hostia y para reírnos en las caras y para ocultar cualquier otra cosa, cualquier otra de esas tan corrientes entre nosotros.
Yo estoy con el papá y Benjamín en la biblioteca. El papá está haciendo un inventario. Mateo y la mamá conversan en el patio. Siempre están juntos. Yo miro para todos lados. El papá quisiera tener a Mateo al lado, pero sabe que el no estará. No le gusta estar con él. Se conforma con el Benja que está describiéndole todo al papá. Me río. Casi no ve el viejo. Por eso tiene que concentrarse y de vez en cuando se para y toca algo y mira al Benja con ojos de súplica. Mi hermano habla en voz baja. Mire, mire, éste sí es un Rubens, papá, mire... en el caballete de felpa colorado; más acá, vea bien papá... cuadros firmados por Trinquez, por Madrazo, por Rico, por Egusquiza por Laucret, por Largillière, por Arcos, por Mignard. Casi todos falsos, papá, dice Mateo en voz más baja... El papá se enoja, ¿cómo sabes eso, le dice? Y ahora es el Benja el que se ríe, con esa risa a medias, con esa risa de creernos a todos imbéciles, menos al viejo. Lo sé por la misma razón que lo sabe usted papá. Pero no se preocupe, casi nadie se dará cuenta, lo único que tenemos que hacer es no venderlos jamás, papá, eso es lo que tenemos que hacer, papá, no tratar nunca de venderlos.
El papá lo mira y le sonríe. Claro, claro, le dice, con voz cansada. Benjamín... no los vendas nunca ... y dile a la mamá que no. Pero no le digas por qué no, no le digas nada, sólo que no los venda. No me gusta que ella se complique con estas cosas Benjamín, no le digas a nadie, dice, mientras prende un cigarrillo negro con el encendedor del abuelo.
XVII
Sandy y yo entramos tomados del brazo. Todos nos saludan. Yo no puedo dejar de buscar con los ojos a Laura, pero hay demasiada gente. Este lugar está repleto. Aquí no hay cincuenta, le digo a Sandy gritando, hay como quinientos. Está todo el mundo,¿Qé mierda es esto?
Sandy se ríe con todos los dientes, pero casi no escucho nada. Chico, ¿Tú en que mundo vives? Es el cumpleaños de tu ex, me dice muerto de la risa.
Yo lo quedo mirando con los ojos extraviados. ¿De quién? Le grito sin apenas escucharme a mi mismo.
De Lisa, de Lisa Hughs. Me responde gritándome al oído.
Puta, por qué no me avisaste, le digo molesto. No habría venido. Arrastro a Sandy del brazo y lo llevo hacia fuera, casi en la puerta, donde podemos escucharnos mejor.
Puta, cabrón, me dice, justamente por eso no te avisé. No habrías venido, y te hace mal, chico, te hace mal no ir a ninguna parte, no ver a nadie, no hablar con tus amigos.
Yo lo miro. Yo no tengo amigos, huevón, le digo enojado. Salvo tú, y Tooru, pero con él estamos más lejos que la cresta.
Sandy me empuja hacia adentro. Bueno, eso es lo que estamos tratando de arreglar, me dice. Tus únicos amigos son un maricón y un monje. Saca tus cuentas. ¿Qué tenemos en común?
Me río y pienso en Nigui. Es cierto. Me he cagado a todo el mundo, pero no es posible cagarme a Tooru, es demasiado sano. Demasiado puro, pienso con rabia.
Sandy me empuja. Caminamos a través del bullicio hasta que un guardia nos hace gestos. Nos hace subir por una escalera metálica de pronto nos encontramos en una pecera de vidrio sobre la pista de baile. Aquí casi no hay ruido. Apenas se cierra la puerta a nuestras espaldas, veo a Laura, está sola, lleva un vestido delgado hasta la rodilla y botas. Me doy vuelta. No quiero mirarla. Mis ojos se encuentran con los de Lisa. Me imagino que me va a echar. Que me va a dar una bofetada. Cualquier cosa así. Me preparo. Se me acerca y me abraza. Me pellizca la mejilla y me dice al oíodo ¿Qué mierda haces aquí? Yo la miro, miro a Sandy. No sé si decirle que fue un error, que fue un engaño de Sandy. Por fin me decido.
Te vine a saludar, le digo al oído, si quieres me voy.
Lisa me mira a los ojos. No, claro que no. ¿Y mi regalo?
Sandy saca una cajita de su bolsillo y se la da. Es nuestro regalo, le dice con una sonrisa mientras se abrazan. Lisa lo mira sonriendo. No seas mentiroso, Michell. Quiero mi regalo, me dice a mi, seria. Yo busco en los bolsillos de mi chaqueta de cuero. Lo único que encuentro es una pequeña libreta de hojas blancas. La reviso. No hay nada. Absolutamente nada. Busco en mi chaqueta hasta que encuentro un lápiz. Me echo atrás y en veinte segundos disparo unas líneas que dibujan a Lise con la copa de champaña en la mano, el pelo negro recogido sobre la cabeza y su vestido largo, demasiado elegante para este lugar. Lo mancho con saliva y lo firmo.
Lise me mira. Se lo estiro. Lo toma con dos dedos y lo levanta hacia la luz.
Es hermoso, me dice. Pero es un regalo demasiado caro, ¿no crees? Yo me río. Estoy a punto de decir alguna siutiquería cuando aparece Laura por detrás de Lisa y se queda mirando el dibujo.
¿Te gusta? Le dice Lise a Laura.
Mucho. Le contesta.
¿Puedo?
Laura lo toma con dos dedos y lo mira detenidamente. Se fija en la firma. La lee. Pablo Ortiz. Lo dice en un español perfecto. Con algo de acento. ¿Es su nombre real? Me pregunta en español. Yo me río. Si, le digo, si hubiera buscado alguno, me habría puesto Sandy, le digo riendo.
Ella vuelve a mirar a Lise. Felicitaciones, le dice. Me encanta.
Lise la queda mirando y con una sonrisa le dice.
Si te gusta, te lo vendo.
Yo me río, pero Lise se queda seria.
De verdad, le dice a Laura.
¿Lo quieres?
La mujer nota que no es una broma y se siente incomoda.
No, gracias, le dice, es tu regalo. Tal vez uno de estos días logre que Pablo me haga uno.
Lise me mira a los ojos.
¿Y por qué no ahora?
Estoy completamente segura de que él estaría feliz.
Laura hace un gesto con la mano. No, perdón, no se preocupen.
Yo no lo pienso. Sé que es un error, pero saco el block de apuntes y me alejo unos centímetros. Treinta segundos después le entrego el papel firmado.
Laura no sabe si aceptarlo. Lise le insiste. Lo toma de mis manos y se lo entrega. Yo pido disculpas y me alejo de ellas. Ya no puedo más. Me acerco al bar y pido un Whisky. Sandy vuelve a mi lado y me golpea con el puño en el brazo. Fuerte. Me duele.
Cabrón, me dice. Eres un puto cabrón.
Cuando llego a mi departamento me dejo caer sobre un sillón de cuero rojo y miro por la ventana. Pienso en las palabras de Sandy. Me recuerda una corte. Qué se yo. A mi me sigue recordando a la escena esa de la Guerra de las Galaxias. Es difícil describir que es lo que hacemos los artistas plásticos aquí. De entrada, ya nadie se llama a si mismo artista plástico, o pintor, se nos llama artistas visuales. ¿Qué mierda es eso? Yo soy pintor. Algo veo, claro, y algunos me ven.
Miro la hora. Son más de las once. Igual tomo el teléfono y llamo a Sandy. No lo puedo evitar.
Hola, sí. ¿No dormías?
Del otro lado, una risa. Cómo voy a dormir, chico, es jueves y son las once de la noche. Me preparo para ir a una fiesta. ¿Quieres venir?
Lo dudo por un instante.
¿Fiesta gay?
Sandy se muere de la risa. Coño, Pablito, pero qué mente la tuya, si pareces sacado de un pueblito. Acá, chico, todas las fiestas son gay.
Yo lo medito por una fracción de segundo y me río de vuelta. Tienes razón negro, le digo. Soy un idiota.
¿Dónde?
En la casa de unos amigos, me dice. Algo informal, ya sabes, unas cincuenta personas.
Necesito que habemos, le digo ¿Vamos a poder hablar?
Pero claro, cómo no. Pásame a buscar y nos vamos juntos. Tómate un taxi como ciudadano decente.
Ok, le digo aún sin estar muy convencido. Estaré en tu casa en media hora.
Hecho, compadre, te espero.
XV
A las once y media en punto toco el timbre de Sandy. Me contesta su mamá y me abre la puerta. Subo por el ascensor y entro directamente en la sala. Frente am i, un enorme cuadro abstracto. Trato de reconocer al autor. No lo consigo. No había estado aquí en varios meses. El cuadro es nuevo. Es bueno. Muy bueno.
Sandy aparece vestido como un príncipe. Completamente de negro. Con camisa de seda, pañuelo y chaqueta.
Estás listo para matar, le digo riendo.
Y tu estás listo para que te maten, me contesta con sus dientes blancos.
Vamos, vamos, me dice empujándome. Nos están esperando abajo.
Oye, le digo, te quería preguntar.
Sandy me interrumpe. Chico, sabes que no me gusta hacerme esperar. Vamos y me preguntas en el auto.
En la calle nos espera una pequeña limusina negra. El chofer nos abre la puerta y entramos.
Háblame de ella, le digo apurado.
¿De quien?
De Laura, así se llama, ¿no?
Sandy me mira con ojos de reproche y hace un gesto de negación con el dedo. No, no, no. Nada que saber. Nada de nada.
¿Hace cuanto están casados?
Sandy me mira serio.
Pablo, te lo voy a decir sólo una vez. No. No lo vas a hacer y mucho menos voy a colaborar en eso. Chico, hay cosas en la vida que simplemente no se hacen. Son pocas, créeme. Poquísimas. Pero esta es una de ellas.
Yo lo miro tratando de relajarlo.
¿Desde cuando este ataque de moralidad? Le digo.
El sonríe triste. No, no es de moralidad. Es de sentido común. No tienes nada que hacer en medio de eso. Te lo aseguro, hermano.
Llegamos, me dice, al notar que el auto se ha detenido. Si lo que quieres es una chica realmente hermosa, estamos en lugar correcto, me dice de nuevo con buen humor.
Yo me bajo y comienzo a caminar hacia la entrada de un pequeño Club en el Village. Lo primero que veo en la entrada es a Laura. Le doy un tirón a Sandy y se la indico. El me toma del brazo y me dice. Nos vamos. Me equivoqué. Aquí no es. Yo lo tironeo de vuelta. La mujer ya ha entrado. No vi al marido, le digo a Sandy mientras el gorila de la puerta nos hace pasar casi con una reverencia. Pero está, chico, ya vas a ver, ese es el problema, siempre está.
XVI
Es miércoles. Son las siete de la mañana. Renuncié a mi trabajo. Realmente no lo necesito. Entre el dinero de los cuadros y lo que me está pagando Silvina, aunque sólo fuera un par de días, tendría el equivalente a muchos meses, años de lavar platos.
Silvina me lo sugirió y al principio no me pareció una buena idea. Pero es imposible discutir con ella.
Antes de irse, tomo entre sus manos el dibujo y luego me dio un beso en los labios. Un beso sin saliva. Sin lenguas. Sólo un beso sonoro. Agitó la hoja de papel y la guardó en una carpeta. Esto es mío, me dijo. Y sobre dejar el trabajo, ¿Cuál es el problema? ¿La seguridad?
Me parece muy bien. Ganás ¿Cuánto? Seis la hora. Sesenta al día. Y no tenés seguro ni pagas impuestos ni nada de nada. Osea, hablamos de seiscientos al mes. Yo te pago seiscientos al día, y te voy a pagar dos semana adelantadas. Diez días laborables, claro, si no soy una esclavista. Son seis mil dólares. Diez meses de laburo con los platos. No me jodás, che, que si realmente te gusta el detergente me lo decís, pero no me hablés de seguridad.
La miré a los ojos. Ok, le dije. Ok, al final siempre habrá trabajo lavando platos en otra parte, le dije riendo y con el nuevo cheque entre los dedos.
Vos pensás que estoy loca, ¿no?
Que estoy tirando la plata como una chiflada. Le sonreí. Francamente eso es lo que creía.
Ella agitó mi dibujo,
Vos no tenés ni idea del negocio que estoy haciendo yo. No tenés ni idea.
Nos vemos el miércoles temprano, me dice mientras sale de mi cuarto.
Es miércoles. Son las ocho. Miro el cheque y me siento a esperar. A las ocho y quince minutos la veo aparecer por la calle. Vigilo constantemente por la ventana. Viene con dos tipos vestidos con traje de mudanzas. Me dice hola con la mano y desde algún lugar aparece un camión al que ella y los tipos le hacen gestos para que se estacione frente a la puerta de mi edificio. Con la mano, Silvina me dice que baje. Puta, me digo, ¿y ahora qué?
Silvina está radiante. Vestida con jeans y camiseta. Anteojos oscuros. Me sonríe desde metros antes de encontrarnos.
Encontré el lugar perfecto, me dice, pero antes lo tenés que ver y estar de acuerdo. Estaba preocupada por la luz, y los colores, y eso. No quería cambiarlos. Pero ven, ven. Silvina parece una niña de colegio. Comienza a correr por la calle hasta un edificio que queda exactamente en la esquina del mío. Un edificio viejo y semi abandonado. La sigo. Cuando llegamos a la puerta nos encontramos con una mujer de unos cuarenta años y vestida con traje sastre. Nos saluda con la mano.
Silvina me presenta. El señor es el artista del que le hablé, le dice. Yo la miro y no digo nada. La mujer le sonríe a Silvina. Tenemos todo listo. El ascensor está funcionando. Los baños. La cocina. Todo en orden.
Silvina mira la hora y le sonríe. Esto es increíble. ¿En menos de cuarenta y ocho horas?
Somos una empresa muy seria, le contesta la mujer, pero por supuesto hay una serie de arreglos que son provisionales, con más tiempo…
Silvina no termina de escuchar y se abalanza sobre el ascensor. Nosotros la seguimos. En lugar de tablero, tiene sólo un botón rojo y uno verde. La mujer aprieta el botón verde. Comenzamos a subir lentamente. Llegamos al piso 14. Nos bajamos.
Mirá, che, pero esto quedó perfecto, me dice a mi pero en realidad hablando para si misma. Silvina corre hacia el interior. Nos encontramos en un gran espacio prácticamente vacío. Debe tener unos ciento cincuenta metros cuadrados o algo más. El techo es extremadamente alto para ser el original. Casi tres metros. Al fondo, me doy cuenta, los ventanales dan exactamente en la misma dirección que las ventanas de mi casa.
Casi no tiene muebles. Una cama de dos plazas en un rincón. Un ropero antiguo y una cómoda con cajones. Unas veinte telas de distintos tamaños. Una enorme pantalla, como de cine. Un escritorio con un computador pequeño y blanco con una impresora enorme conectada, y otros artefactos que no reconozco. Un equipo de música que parece muy caro. La cocina es otro rincón de la casa, y sólo una puerta, que intuyo, es el baño.
Y bueno, che, me dice. ¿Te lo quedás?
Yo la miro y le digo que necesitamos hablar. Que me estoy sientiendo incómodo.
Silvina mira a la mujer de traje. Nos lo quedamos. Por supuesto. Le da la mano a la mujer y esta sale. Los tipos vestidos de mudanza la miran con cara de pregunta. Ella les hace un gesto. Esperan afuera.
Nos sentamos sobre la cama. Y hablamos. Por primera vez hablamos. Creo que entendí. Al menos en ese momento creí haber entendido el trato. Y lo acepté.
Lo demás es historia.
Cuando habíamos terminado de hablar, Silvina prendió el proyector y apareció una foto enorme, que ocupaba cada milímetro de la pantalla, con su vagina en la misma posición en que la había dibujado. Ella cerro las cortinas. Apagó las luces y sonriendo se paró frente al propyector.
Y, che, ¿Qué te parece?
Yo la mire de vuelta. Bella, le respondí.
Vas a ser famoso, che, ¿Lo sabías?
Yo no dije nada. Media hora más tarde estaba trasladando mis pocas cosas al nuevo lugar. Seis meses después, se inauguraba la nueva Galería de Silvina en Chelsea con sólo un cuadro de tres metros por tres metros. Se llamaba “vagina en detalle”. El éxito fue tan instantáneo que me abofeteó como una madre. Sin avisar pero sabiéndome culpable.
Por meses, años, hice exactamente lo que Silvina quiso. Sin discutir. Sin dar mi opinión. Como un títere en sus manos pinté a las modelos que me trajo, usé los colores que ella elegía y escogí los ángulos que le parecían correctos. Fue un tiempo terrible, pero a la vez maravilloso. Yo sólo tenía que obedecer y todo lo demás ocurría solo. Hasta que ella misma se dio cuenta de que yo no lo iba a soportar más, y me ofreció una tregua. Desgraciadamente, para ese momento ya era adicto al éxito, y no conocía ninguna otra manera de lograrlo. Desde ahí en adelante, lo único que cambió fueron las modelos.
XVII
El papá está sentado en la butaca de felpa verde. Mira hacia arriba. Hemos venido los cinco a Buenos Aires a recibir esta casa. Está aquí, en la Recoleta, la calle lleva nuestro apellido. El papá nos ha contado mil veces la historia de nuestra familia en la Argentina, y de cómo su abuelo se vino a Chile para lo de la peste amarilla, a fines de siglo... y también nos ha contado lo de los cementerios que aparecían y luego ya no estaban. Que se construían de emergencia, sin pensarlo. Los hacían para dar espacio a los muertos de la peste, para recoger los cadáveres que ya no cabrían en La Recoleta, y dejarlos por sus barrios, en Belgrano, en Villa Devoto en Caseros, en La Boca. El cementerio de Caseros se llamó del Sur, frente a la cárcel, se instaló por el 1867, ahora hay un parque arriba... buen abono, supongo, porque no me creo que hayan podido sacar todos los muertos, Florentino Ameghido, así se llama el parque de Caseros, al frente de la Carcel, justo donde estaba el cementerio del Sur... Lo cerraron en 1892, Igual que el de Chacaritas, ese que fundaron en 1871, para los peores desbordes de la Recoleta, cuando ya no había un solo pedazo de tierra donde meter un muerto... y otros muchos, en Flores, en Barracas... también se fundó en esa época el Cementerio de los Disidentes, en 1857, donde se enterraban los muertos de la colonia británica, en el lugar en el ahora está la Plaza Primero de Mayo, ahí en la equina de Pasco con Yrigollen.
En Buenos Aires, entre 1860 y 1890 se fundaron varias decenas de cementerios que desaparecieron muy pronto, cuando ya no había más peste, y los muertos ya no andaban por ahí a la deriva... y nadie estaba dispuesto a dejar a sus seres queridos en lugares a medio hacer, ni tampoco a invertir nada para que estuvieran terminados de hacer, y ¿para qué? Si ya había tiempo, y se podía pensar en ampliar los de siempre, y todo querían la Recoleta, pero pocos podían en la Recoleta, pero también estaban otros bien armados, y limpios, como el de Chacaritas, que quedó, o uno de los dos de Belgrano, que ya no recuerdo su nombre, pero que todavía duró un rato más... Y yo me imagino los carros tirando de nuevo, treinta años despúes, otras cajas con restos de muertos, para llevarlos a donde pertenecen, a donde siempre debieron estar, como si fuera un tour, desde Belgrano a la Recoleta, por la misma Cabildo y luego por Santa Fé, o directamente por la orilla del Río de la Plata, o por la línea del tren...
El papa se estruja las manos y sonríe. Me asquea. Se pasó casi veinte años en juicio para quedarse con esta casa y todo lo que hay adentro. Y en realidad es eso lo que de verdad le importa. Todo lo que hay aquí adentro.
Benjamín debe tener unos diecisiete años. Claro, porque yo tengo ocho. Estoy aburridísmo. Me quiero ir de aquí. Ya llevamos un mes en Buenos Aires durmiendo en nuestra casa de la Recoleta. La mamá teme que el papá se quiera quedar para siempre. No podría negarse, pero ella es de Chile, y ya extraña a sus hermanas y a sus amigas. Tu padre está loco, le ha dicho enojada a Mateo, él se ha limitado a sonreír, como siempre. En esta familia somos expertos en sonrisas, creo que nos viene en la sangre. Nos sonreímos para mostrar que estamos de acuerdo, y también para cagarnos en la hostia y para reírnos en las caras y para ocultar cualquier otra cosa, cualquier otra de esas tan corrientes entre nosotros.
Yo estoy con el papá y Benjamín en la biblioteca. El papá está haciendo un inventario. Mateo y la mamá conversan en el patio. Siempre están juntos. Yo miro para todos lados. El papá quisiera tener a Mateo al lado, pero sabe que el no estará. No le gusta estar con él. Se conforma con el Benja que está describiéndole todo al papá. Me río. Casi no ve el viejo. Por eso tiene que concentrarse y de vez en cuando se para y toca algo y mira al Benja con ojos de súplica. Mi hermano habla en voz baja. Mire, mire, éste sí es un Rubens, papá, mire... en el caballete de felpa colorado; más acá, vea bien papá... cuadros firmados por Trinquez, por Madrazo, por Rico, por Egusquiza por Laucret, por Largillière, por Arcos, por Mignard. Casi todos falsos, papá, dice Mateo en voz más baja... El papá se enoja, ¿cómo sabes eso, le dice? Y ahora es el Benja el que se ríe, con esa risa a medias, con esa risa de creernos a todos imbéciles, menos al viejo. Lo sé por la misma razón que lo sabe usted papá. Pero no se preocupe, casi nadie se dará cuenta, lo único que tenemos que hacer es no venderlos jamás, papá, eso es lo que tenemos que hacer, papá, no tratar nunca de venderlos.
El papá lo mira y le sonríe. Claro, claro, le dice, con voz cansada. Benjamín... no los vendas nunca ... y dile a la mamá que no. Pero no le digas por qué no, no le digas nada, sólo que no los venda. No me gusta que ella se complique con estas cosas Benjamín, no le digas a nadie, dice, mientras prende un cigarrillo negro con el encendedor del abuelo.
XVII
Sandy y yo entramos tomados del brazo. Todos nos saludan. Yo no puedo dejar de buscar con los ojos a Laura, pero hay demasiada gente. Este lugar está repleto. Aquí no hay cincuenta, le digo a Sandy gritando, hay como quinientos. Está todo el mundo,¿Qé mierda es esto?
Sandy se ríe con todos los dientes, pero casi no escucho nada. Chico, ¿Tú en que mundo vives? Es el cumpleaños de tu ex, me dice muerto de la risa.
Yo lo quedo mirando con los ojos extraviados. ¿De quién? Le grito sin apenas escucharme a mi mismo.
De Lisa, de Lisa Hughs. Me responde gritándome al oído.
Puta, por qué no me avisaste, le digo molesto. No habría venido. Arrastro a Sandy del brazo y lo llevo hacia fuera, casi en la puerta, donde podemos escucharnos mejor.
Puta, cabrón, me dice, justamente por eso no te avisé. No habrías venido, y te hace mal, chico, te hace mal no ir a ninguna parte, no ver a nadie, no hablar con tus amigos.
Yo lo miro. Yo no tengo amigos, huevón, le digo enojado. Salvo tú, y Tooru, pero con él estamos más lejos que la cresta.
Sandy me empuja hacia adentro. Bueno, eso es lo que estamos tratando de arreglar, me dice. Tus únicos amigos son un maricón y un monje. Saca tus cuentas. ¿Qué tenemos en común?
Me río y pienso en Nigui. Es cierto. Me he cagado a todo el mundo, pero no es posible cagarme a Tooru, es demasiado sano. Demasiado puro, pienso con rabia.
Sandy me empuja. Caminamos a través del bullicio hasta que un guardia nos hace gestos. Nos hace subir por una escalera metálica de pronto nos encontramos en una pecera de vidrio sobre la pista de baile. Aquí casi no hay ruido. Apenas se cierra la puerta a nuestras espaldas, veo a Laura, está sola, lleva un vestido delgado hasta la rodilla y botas. Me doy vuelta. No quiero mirarla. Mis ojos se encuentran con los de Lisa. Me imagino que me va a echar. Que me va a dar una bofetada. Cualquier cosa así. Me preparo. Se me acerca y me abraza. Me pellizca la mejilla y me dice al oíodo ¿Qué mierda haces aquí? Yo la miro, miro a Sandy. No sé si decirle que fue un error, que fue un engaño de Sandy. Por fin me decido.
Te vine a saludar, le digo al oído, si quieres me voy.
Lisa me mira a los ojos. No, claro que no. ¿Y mi regalo?
Sandy saca una cajita de su bolsillo y se la da. Es nuestro regalo, le dice con una sonrisa mientras se abrazan. Lisa lo mira sonriendo. No seas mentiroso, Michell. Quiero mi regalo, me dice a mi, seria. Yo busco en los bolsillos de mi chaqueta de cuero. Lo único que encuentro es una pequeña libreta de hojas blancas. La reviso. No hay nada. Absolutamente nada. Busco en mi chaqueta hasta que encuentro un lápiz. Me echo atrás y en veinte segundos disparo unas líneas que dibujan a Lise con la copa de champaña en la mano, el pelo negro recogido sobre la cabeza y su vestido largo, demasiado elegante para este lugar. Lo mancho con saliva y lo firmo.
Lise me mira. Se lo estiro. Lo toma con dos dedos y lo levanta hacia la luz.
Es hermoso, me dice. Pero es un regalo demasiado caro, ¿no crees? Yo me río. Estoy a punto de decir alguna siutiquería cuando aparece Laura por detrás de Lisa y se queda mirando el dibujo.
¿Te gusta? Le dice Lise a Laura.
Mucho. Le contesta.
¿Puedo?
Laura lo toma con dos dedos y lo mira detenidamente. Se fija en la firma. La lee. Pablo Ortiz. Lo dice en un español perfecto. Con algo de acento. ¿Es su nombre real? Me pregunta en español. Yo me río. Si, le digo, si hubiera buscado alguno, me habría puesto Sandy, le digo riendo.
Ella vuelve a mirar a Lise. Felicitaciones, le dice. Me encanta.
Lise la queda mirando y con una sonrisa le dice.
Si te gusta, te lo vendo.
Yo me río, pero Lise se queda seria.
De verdad, le dice a Laura.
¿Lo quieres?
La mujer nota que no es una broma y se siente incomoda.
No, gracias, le dice, es tu regalo. Tal vez uno de estos días logre que Pablo me haga uno.
Lise me mira a los ojos.
¿Y por qué no ahora?
Estoy completamente segura de que él estaría feliz.
Laura hace un gesto con la mano. No, perdón, no se preocupen.
Yo no lo pienso. Sé que es un error, pero saco el block de apuntes y me alejo unos centímetros. Treinta segundos después le entrego el papel firmado.
Laura no sabe si aceptarlo. Lise le insiste. Lo toma de mis manos y se lo entrega. Yo pido disculpas y me alejo de ellas. Ya no puedo más. Me acerco al bar y pido un Whisky. Sandy vuelve a mi lado y me golpea con el puño en el brazo. Fuerte. Me duele.
Cabrón, me dice. Eres un puto cabrón.