viernes, 23 de marzo de 2007

Nuevo Capítulo XIII y Capítulos XIV, XV y XVI


XIII

Cuando Silvina termina de arreglar mi mesa, veo que ha dejado sobre ella una lupa enorme con una especie de linterna, una caja de guantes quirúrgicos y un trozo de tela de seda o algo así. Hay otras cosas que no alcanzo a distinguir y que ella devuelve a la mochila.

Mirá, me dice, en realidad vamos a partir de otra manera. Te explico. Quiero que pintés esa tela de dos metros que tenés ahí, con un retrato de mi vagina.

Yo la miro con una sonrisa. No sé que decir.

Sí, ya se que es loco. Pero vamos a hacer lo siguiente, además de que el cuadro lo vamos a vender, porque lo vamos a vender, yo te voy a pagar por horas tu tiempo. Después, luego de vendido, descontamos mi comisión y esas horas.

Yo vuelvo a mirarla sin entender nada. ¿Qué hora es? Ella mira su muñeca y se responde sola. Casi la una. Tendremos luz natural hasta más o menos las cinco, ¿no?

Ok, entonces hoy tendremos sólo cuatro horas. Mañana yo no puedo venir. Pasado tampoco, pero el miércoles nos juntamos a las diez en punto. ¿Te parece unos cien por hora?

Gano seis dólares por hora limpiando platos Silvina, le digo sonriendo ¿Qué crees tú?

Qué ganas una mierda, me responde, pero yo tampoco pagaría más por lo de los platos. Te pregunto si está Ok cien dólares la hora por hacer exactamente lo que te diga. Por olvidarte de mucho de lo que has sabido hasta ahora sobre pintar cuerpo humano. Por obedecerme en serio, me entendés, como a una jefa muy bruja. Yo cobraría al menos el doble, me dice riendo. No sabés lo bruja que soy.

Cien está perfecto, le digo, aunque dudo que recuperes la inversión.

¿Tan poco confías en el coño de una argentina? Ché, pero qué mal.

Yo estoy a punto de comenzar a replicar algo pero ella me calla con un gesto. Shhhto., me dice seria. ¿Tenemos un trato? Me dice alargándome una mano.

Claro, tenemos un trato, le contesto devolviendo el apretón con poca energía.

Ok. Andá y te lavas bien las manos. Saca de la mochila - que parece tener una capacidad inagotable – un frasco de jabón líquido verde. Lavate con esto, me dice, y hacelo bien, que yo me pego cualquier cosa de que me toquen. Yo tomo el frasco y me voy al baño. Me lavo las manos y me escobillo las uñas. El agua está fría. Cuando vuelvo, Silvina está acomodando los almohadones del piso como una pequeña colchoneta y sobre ella pone una de las telas de seda, que ahora noto, son dos, azules, de exactamente el mismo tamaño.

Se quita el pantalón del buzo y queda cubierta por un calzón deposrtivo, ni grande ni pequeño, de algodón blanco. Sentante, me dice seria. Antes vamos a hablar.

Yo me siento y la escucho.

¿Vos sabes cómo es una vagina?

Yo le sonrío. Creo que sí, respondo.

¿Crees o sabes?

Lo pienso un instante. Este diálogo me va a dejar como un imbécil, pienso, diga lo que diga.

Pues no. No lo sé.

Beeeeepppp…. Me dice. Respuesta incorrecta. Claro que sabés. Claro que sabés.

Ok, agarrá ese cuaderno de croquis y fijate bien. Silvina se acomoda entre los almohadones y abre levemente las piernas. Deja una apoyada y recta, la otra la encoje. Sus piernas dibujan un ángulo de cuarenta y cinco grados entre sí. El calzón deja ver la protuberancia del pubis. Veo la piel suave de la ingle que termina en el borde del elástico. Luego es la tela blanca la que se eleva. Bajo el algodón, puedo notar la textura de sus pelos. Me excito, siento como algo se me pone duro entre las piernas y me acerco a Silvina. Ella se ríe y me apunta con el dedo.

¿Qué mierda crees que haces? Me dice con una sonrisa. Vos ni te sueñes, pero escuchame, ni te sueñes que voy a coger con vos. Sentate ahí y haceme caso. ¿Ok?

Yo me siento como un niño. Me siento y le hago un gesto de aceptación con la mano.

Lo que vas a hacer es dibujar todo lo que no ves. ¿Me entendés? Vas a dibujar justo lo que está tapado por mi bombacha. ¿Podés?

Yo vuelvo a mirarla y asiento. Poné música, dale, me dice mientras acomoda la cabeza sobre una almohada y cierra los ojos. Cualquier cosa sin voces.

Yo me doy vuelta y pongo un disco de Jazz, mientras las manos me tiemblan levemente. Tomo un sorbo de jugo de la botella que Silvina dejó a medias y me siento a dibujar. Ella mantiene los ojos cerrados y por un instante pienso que se ha quedado dormida.

Cuando termino, veo mi dibujo y me doy cuenta de que quedó bastante bien. Lo repaso con el dedo para crear sombras y lo dejo sobre la mesa. Han pasado menos de veinte minutos. En cuanto muevo las manos, Silvina abre los ojos.

¿Termistaste?

Se sienta en los almohadones y me llama con la mano. Vení, vení, mostrame.

Le muestro el dibujo y ella sonríe.

No está mal, ché, nada mal para alguien que no conoce una vagina ¿no crees?

Silvina se pone de pie y mira el dibujo con atención. Si, creo que tarde o temprano lo vas a hacer. Pero mirá. Esta bien. Está re bien, pero no dice nada. ¿Te das cuenta?

Andá y te lavás de vuelta la manos, y volvé acá.

Yo le obedezco. Me lavo las manos hasta eliminar todos los rastros de grafito de mis dedos.

Acercate, me dice. Se ha vuelto a tirar sobre los almohadones, ahora tiene ambas piernas abiertas. Dame tu mano. La toma y lleva mi dedo índice hacia su cuerpo.

Pablo, vos pintás lo que está afuera, y lo hacés bien. Muy bien. Pero para pintar hay que saber lo que está debajo. Hay que sentirlo. Tocá los labios, me dice, despacio. Mirá como están llenos de sangre y de venas bajo la piel. Vos tenés que pintar todo, me entendés. Y sólo cuando hayas aprendido a pintar todo podés restar algo. Silvina toma la palma de mi mano. Rozá sobre la bombacha, sentí los pelos. Cierra los ojos. Sentí suy desorden. Son como un remolino que comienza en el centro. Te das cuenta.

Yo estoy excitadisimo, pero ella está completamente concentrada. Mirá. Silvina se quita los calzones y me encuentro de frente con su pubis. Aunque es rubia, los pelos de su vagina son más oscuros, casi café. Está depilada en los bordes, los pelos nacen justo sobre el final de la vulva y se arremolinan. Andá a buscar la lupa, me dice. Yo obedezco. Te tenés que fijar en los detalles, para luego olvidarlos, me seguís. Tocá, tocá los labios. Ves que bajo ellos hay vida. Eso es lo que falta. Hagámoslo otra vez ¿te parece? Pero ahora con lápices de colores.

Vení acá, bruto. Sentate aquí a mi lado. Así, che, hey, no me mirés con esos ojos. Que me vas a decir que no había visto antes a una mujer con las patas abiertas. Ya, vení acá, agarrá esa lupa y prendele la luz.

Yo estoy vuelto loco. Me cuesta enormemente estar tan cerca de esa vagina y no poder tocarla. Morderla. Pero Silvina trata su cuerpo como si fuera algo aparte de ella. Como si pudiera simplemente no hacerse cargo de lo que produce.

Hasta ahora no había sido conciente de que una vagina podía ser magnífica. Nunca, en todos los años en que he pintado cuerpos desnudos, me había concentrado en el pubis como algo aparte, distinto a una mancha oscura entre las piernas.

Prendo la lupa. Una luz blanca ilumina los pelos castaños. Miro. Silvina se acomoda y me toma la mano. Mirá Pablo. Tenés que aprender a mirar. El dibujo no existe, che, el cuerpo humano no está hecho de líneas, está hecho de luz, porque eso es lo único que ven nuestros ojos. Vos lo que tenés que aprender es a reconocer mi vagina en cada detalle para saber como se comporta la luz. Mirá como cambia la piel. Tocá la ingle, che, dale, que no muerde. Pasá tu dedo despacio por la ingle y tratar de sentir como la piel se hace más tirante cuando las piernas están abiertas. Mirá ahora cuando cierro un poco las piernas. ¿Te das cuenta que la piel se arruga, se vuelve menos suave, más áspera?

Eso tiene un sentido, Pablo. Vos no leíste a Balzac, ¿no? Me dice riendo. Yo la miro y niego con la cabeza. Tenes que leer a Balzac, che, me dice. Si vos vas a pintar mi ingle, tenés que conocer exactamente como se refleja la luz sobre ella. Y también tenes que lograr saber como se compartaría si la piel se moviera, si yo girara, así, ves como la luz se pierde, y ahora hay sombra. Ese es tu problema, che, vos dibujas más o menos lo que ves a la primera, y lo haces re bien, pero no dibujas lo hay, todo lo que hay, todo lo que podría haber. Tu pintura no se va a mover, pero tiene que lograr seguir existiendo si el que la mira se imaginara el movimiento.

Silvina prende un cigarrillo después del otro. Los toma con una mano y los enciende con la misma, para no cambiar de posición. El humo lo inunda todo. El olor a tabaco negro se confunde en mi mente con el de su vagina. Hasta hoy, después de años, el aroma de los parisiennes me excita como un loco.

Agarrá esa lupa y quiero que comencés a mirar todo de nuevo, me dice seria. Casi enojada. Partí por aquí, por mi barriga. Silvina se sube levemente la camiseta y deja a la vista su abdomen, justo bajo el ombligo. Yo comienzo a pensar que cien dólares la hora de tortura es poca plata. Se lo digo y ella me dice, muerta de la risa, ché, te lo dije ¿Pero sabés qué? Se baja la camiseta antes de seguir hablando, vos estás nervioso che, y desconcentrado. Mirá lo que vamos a hacer, tan fácil que no se me había ocurrido ¿Por qué no vas al baño y arreglás de una vez tu apuro? Le lavás bien, pero bien bien las manos y volvés aquí - Yo la quedo mirando sin saber que contestar, pero Silvina cierra las piernas y se tapa con el trozo de tela sobrante. Dale, che, que no tenemos todo el tiempo del mundo. Cuando volvás vas a estar como nuevo. Me hace un gesto con la mano para que mueva y prende otro cigarrillo.

Yo asiento con la cabeza y me pongo de pie. Camino hasta el baño, cierro la puerta y me masturbo. En menos de un minuto efectivamente me siento como nuevo. Me limpió con cuidado y me lavo las manos. Cuando vuelvo, Silvina está de pie, desnuda desde la cintura hacia abajo y hablando por el móvil. La miro. Su cuerpo francamente no tiene nada de especial. Se mantiene bien, se nota que hace ejercicios y todo eso, pero tiene las piernas algo cortas y gruesas, unas nalgas apenas en orden y con algo de celulilits, sin embargo, cuando se da vuelta hacia mi y vuelvo a mirar entre sus piernas me hago conciente, una vez más, de la perfección de su vagina. No sabría describirlo, es simplemente como si hubiera sido modelada aparte, por otro escultor, y sobrepuesta en su cuerpo. La miro atentamente mientras camina, hiperquinética, y habla con alguien en un Inglés perfecto y sin acento. De inmediato noto una nueva erección entre mis piernas, pero esta vez bastante más tímida y controlable.

Silvina cuelga y vuelve a su posición. Ok, Pablo, vení acá. Al menos ya se te quitó la cara de idiota. Coño, tío, que si te hubiera dejado metermela desde el principio seguro que no habrías visto nada de nada, si son unos niños ustedes. Agarrá la lupa, prendé la luz y fijate bien.

A partir de ese momento, Silvina me introduce en un verdadero viaje, en el que cada curva y cada pliegue se vuelve parte de un camino que nunca antes había recorrido. La luz, Pablo, fijate en la luz, me repite, mientras lleva mis ojos y mis manos desde su abdomen hacia su pubis, recorriendo primero el bulto de su monte, bajando por las ingles, cambiando de postura, jugando con la luz de la lupa, apagarla y prenderla, conocer los poros, los lugares desde los que nace cada bello. Mira, che, como entra la luz entre ellos, aquí Pablo hay espacio, y eso no está en tus dibujos. Vos dibujas lo que hay encima, pero para eso tenés que saber lo que queda oculto, dibujá el aire entre los vellos, tocá, sentí. Mi manos se siguen moviendo, reconociendo junto con mis ojos la textura cambiante de su piel. El reflejo y las sombras. Me quita la lupa, me obliga a alejarme para apreciar el conjunto y luego vuelve a los detalles. Sus labios están cerrados. Cuando mueve las piernas hacia un ángulo abierto, los labios se separan muy levemente y puedo vislumbrar el rosa claro que rodea el clítoris. Mirá, me dice, mirá ahora con la lupa. Ella se flecta para mirar hacia abajo y se abre levemente los labios con dos dedos. Fijate en los bordes. ¿Alguna vez habías visto realmente lo que hay por dentro de los labios? Yo me sumerjo entre ellos y por primera vez reconozco la textura de esa piel tal como es. Llena de puntitos. Llena de relieves y arrugas diminutas que la hacen elástica. Avanzo hacia el centro. Me encuentro con la piel irregular y como recortada que dibuja los labios menores. Los miro con cuidado, y sin pensarlo, los muevo con un dedo para abrirlos. Silvina aprieta levamente pero se da cuenta de que no estoy tratando de excitarla. Que yo ya estoy completamente concentrado en las formas, y no dice nada, se relaja y me deja seguir. Muevo los labios. Con cuidado, los observo por dentro, me quedo el los bordes, en la superficie lisa del centro, en la forma imperceptible en que bajan hasta desaparecer abajo, justo en la entrada de la vagina. Miro con la lupa, prendo y apago la luz. Abro la vagina con los dedos y observo la textura de la piel, llena de diminutas franjas. Subo la mirada por todo el borde. Por primera vez soy conciente de dónde empieza y dónde termina cada cosa. Ahí está, el clítoris cubierto por capas diminutos de piel. La película delicadamente húmeda de las mucosas. Por fin me detengo, agotado. Me restriego lo ojos y me alejo un poco para mirarla nuevamente al natural.

Silvina cambia de posición, vuelve a dejar las piernas en la misma postura del primer dibujo. Una piernas estirada y recta, la otra levemente flectada en un ángulo recto. Prende un cigarrillo y lo aspira suspirando. Yo la miro a los ojos. Ella se ríe. Che, soy humana después de todo, me dice cerrándome un ojo, pero eso a vos no te importa, que yo luego me las arreglaré. Andá, tomá el cuaderno y los lápices y pintala.

Yo la miro de cerca por última vez en esa tarde, me paro del lugar en el que estoy y vuelvo a mi silla. Tomo el cuaderno y los lápices. Cierro los ojos, y cuando los vuelvo a abrir, ahí están, las formas como nunca antes las había visto. La luz entrando por todas partes. El aire. El espacio. Las formas. Respiro profundamente y comienzo a dibujar.
XIV

Cuando llego a mi departamento me dejo caer sobre un sillón de cuero rojo y miro por la ventana. Pienso en las palabras de Sandy. Me recuerda una corte. Qué se yo. A mi me sigue recordando a la escena esa de la Guerra de las Galaxias. Es difícil describir que es lo que hacemos los artistas plásticos aquí. De entrada, ya nadie se llama a si mismo artista plástico, o pintor, se nos llama artistas visuales. ¿Qué mierda es eso? Yo soy pintor. Algo veo, claro, y algunos me ven.

Miro la hora. Son más de las once. Igual tomo el teléfono y llamo a Sandy. No lo puedo evitar.

Hola, sí. ¿No dormías?

Del otro lado, una risa. Cómo voy a dormir, chico, es jueves y son las once de la noche. Me preparo para ir a una fiesta. ¿Quieres venir?

Lo dudo por un instante.

¿Fiesta gay?

Sandy se muere de la risa. Coño, Pablito, pero qué mente la tuya, si pareces sacado de un pueblito. Acá, chico, todas las fiestas son gay.

Yo lo medito por una fracción de segundo y me río de vuelta. Tienes razón negro, le digo. Soy un idiota.

¿Dónde?

En la casa de unos amigos, me dice. Algo informal, ya sabes, unas cincuenta personas.

Necesito que habemos, le digo ¿Vamos a poder hablar?

Pero claro, cómo no. Pásame a buscar y nos vamos juntos. Tómate un taxi como ciudadano decente.

Ok, le digo aún sin estar muy convencido. Estaré en tu casa en media hora.

Hecho, compadre, te espero.
XV

A las once y media en punto toco el timbre de Sandy. Me contesta su mamá y me abre la puerta. Subo por el ascensor y entro directamente en la sala. Frente am i, un enorme cuadro abstracto. Trato de reconocer al autor. No lo consigo. No había estado aquí en varios meses. El cuadro es nuevo. Es bueno. Muy bueno.

Sandy aparece vestido como un príncipe. Completamente de negro. Con camisa de seda, pañuelo y chaqueta.

Estás listo para matar, le digo riendo.

Y tu estás listo para que te maten, me contesta con sus dientes blancos.

Vamos, vamos, me dice empujándome. Nos están esperando abajo.

Oye, le digo, te quería preguntar.

Sandy me interrumpe. Chico, sabes que no me gusta hacerme esperar. Vamos y me preguntas en el auto.

En la calle nos espera una pequeña limusina negra. El chofer nos abre la puerta y entramos.

Háblame de ella, le digo apurado.

¿De quien?

De Laura, así se llama, ¿no?

Sandy me mira con ojos de reproche y hace un gesto de negación con el dedo. No, no, no. Nada que saber. Nada de nada.

¿Hace cuanto están casados?

Sandy me mira serio.

Pablo, te lo voy a decir sólo una vez. No. No lo vas a hacer y mucho menos voy a colaborar en eso. Chico, hay cosas en la vida que simplemente no se hacen. Son pocas, créeme. Poquísimas. Pero esta es una de ellas.

Yo lo miro tratando de relajarlo.

¿Desde cuando este ataque de moralidad? Le digo.

El sonríe triste. No, no es de moralidad. Es de sentido común. No tienes nada que hacer en medio de eso. Te lo aseguro, hermano.

Llegamos, me dice, al notar que el auto se ha detenido. Si lo que quieres es una chica realmente hermosa, estamos en lugar correcto, me dice de nuevo con buen humor.

Yo me bajo y comienzo a caminar hacia la entrada de un pequeño Club en el Village. Lo primero que veo en la entrada es a Laura. Le doy un tirón a Sandy y se la indico. El me toma del brazo y me dice. Nos vamos. Me equivoqué. Aquí no es. Yo lo tironeo de vuelta. La mujer ya ha entrado. No vi al marido, le digo a Sandy mientras el gorila de la puerta nos hace pasar casi con una reverencia. Pero está, chico, ya vas a ver, ese es el problema, siempre está.

XVI

Es miércoles. Son las siete de la mañana. Renuncié a mi trabajo. Realmente no lo necesito. Entre el dinero de los cuadros y lo que me está pagando Silvina, aunque sólo fuera un par de días, tendría el equivalente a muchos meses, años de lavar platos.

Silvina me lo sugirió y al principio no me pareció una buena idea. Pero es imposible discutir con ella.

Antes de irse, tomo entre sus manos el dibujo y luego me dio un beso en los labios. Un beso sin saliva. Sin lenguas. Sólo un beso sonoro. Agitó la hoja de papel y la guardó en una carpeta. Esto es mío, me dijo. Y sobre dejar el trabajo, ¿Cuál es el problema? ¿La seguridad?

Me parece muy bien. Ganás ¿Cuánto? Seis la hora. Sesenta al día. Y no tenés seguro ni pagas impuestos ni nada de nada. Osea, hablamos de seiscientos al mes. Yo te pago seiscientos al día, y te voy a pagar dos semana adelantadas. Diez días laborables, claro, si no soy una esclavista. Son seis mil dólares. Diez meses de laburo con los platos. No me jodás, che, que si realmente te gusta el detergente me lo decís, pero no me hablés de seguridad.

La miré a los ojos. Ok, le dije. Ok, al final siempre habrá trabajo lavando platos en otra parte, le dije riendo y con el nuevo cheque entre los dedos.

Vos pensás que estoy loca, ¿no?

Que estoy tirando la plata como una chiflada. Le sonreí. Francamente eso es lo que creía.

Ella agitó mi dibujo,

Vos no tenés ni idea del negocio que estoy haciendo yo. No tenés ni idea.

Nos vemos el miércoles temprano, me dice mientras sale de mi cuarto.

Es miércoles. Son las ocho. Miro el cheque y me siento a esperar. A las ocho y quince minutos la veo aparecer por la calle. Vigilo constantemente por la ventana. Viene con dos tipos vestidos con traje de mudanzas. Me dice hola con la mano y desde algún lugar aparece un camión al que ella y los tipos le hacen gestos para que se estacione frente a la puerta de mi edificio. Con la mano, Silvina me dice que baje. Puta, me digo, ¿y ahora qué?

Silvina está radiante. Vestida con jeans y camiseta. Anteojos oscuros. Me sonríe desde metros antes de encontrarnos.

Encontré el lugar perfecto, me dice, pero antes lo tenés que ver y estar de acuerdo. Estaba preocupada por la luz, y los colores, y eso. No quería cambiarlos. Pero ven, ven. Silvina parece una niña de colegio. Comienza a correr por la calle hasta un edificio que queda exactamente en la esquina del mío. Un edificio viejo y semi abandonado. La sigo. Cuando llegamos a la puerta nos encontramos con una mujer de unos cuarenta años y vestida con traje sastre. Nos saluda con la mano.

Silvina me presenta. El señor es el artista del que le hablé, le dice. Yo la miro y no digo nada. La mujer le sonríe a Silvina. Tenemos todo listo. El ascensor está funcionando. Los baños. La cocina. Todo en orden.

Silvina mira la hora y le sonríe. Esto es increíble. ¿En menos de cuarenta y ocho horas?

Somos una empresa muy seria, le contesta la mujer, pero por supuesto hay una serie de arreglos que son provisionales, con más tiempo…

Silvina no termina de escuchar y se abalanza sobre el ascensor. Nosotros la seguimos. En lugar de tablero, tiene sólo un botón rojo y uno verde. La mujer aprieta el botón verde. Comenzamos a subir lentamente. Llegamos al piso 14. Nos bajamos.

Mirá, che, pero esto quedó perfecto, me dice a mi pero en realidad hablando para si misma. Silvina corre hacia el interior. Nos encontramos en un gran espacio prácticamente vacío. Debe tener unos ciento cincuenta metros cuadrados o algo más. El techo es extremadamente alto para ser el original. Casi tres metros. Al fondo, me doy cuenta, los ventanales dan exactamente en la misma dirección que las ventanas de mi casa.

Casi no tiene muebles. Una cama de dos plazas en un rincón. Un ropero antiguo y una cómoda con cajones. Unas veinte telas de distintos tamaños. Una enorme pantalla, como de cine. Un escritorio con un computador pequeño y blanco con una impresora enorme conectada, y otros artefactos que no reconozco. Un equipo de música que parece muy caro. La cocina es otro rincón de la casa, y sólo una puerta, que intuyo, es el baño.

Y bueno, che, me dice. ¿Te lo quedás?

Yo la miro y le digo que necesitamos hablar. Que me estoy sientiendo incómodo.

Silvina mira a la mujer de traje. Nos lo quedamos. Por supuesto. Le da la mano a la mujer y esta sale. Los tipos vestidos de mudanza la miran con cara de pregunta. Ella les hace un gesto. Esperan afuera.

Nos sentamos sobre la cama. Y hablamos. Por primera vez hablamos. Creo que entendí. Al menos en ese momento creí haber entendido el trato. Y lo acepté.

Lo demás es historia.

Cuando habíamos terminado de hablar, Silvina prendió el proyector y apareció una foto enorme, que ocupaba cada milímetro de la pantalla, con su vagina en la misma posición en que la había dibujado. Ella cerro las cortinas. Apagó las luces y sonriendo se paró frente al propyector.

Y, che, ¿Qué te parece?

Yo la mire de vuelta. Bella, le respondí.

Vas a ser famoso, che, ¿Lo sabías?

Yo no dije nada. Media hora más tarde estaba trasladando mis pocas cosas al nuevo lugar. Seis meses después, se inauguraba la nueva Galería de Silvina en Chelsea con sólo un cuadro de tres metros por tres metros. Se llamaba “vagina en detalle”. El éxito fue tan instantáneo que me abofeteó como una madre. Sin avisar pero sabiéndome culpable.

Por meses, años, hice exactamente lo que Silvina quiso. Sin discutir. Sin dar mi opinión. Como un títere en sus manos pinté a las modelos que me trajo, usé los colores que ella elegía y escogí los ángulos que le parecían correctos. Fue un tiempo terrible, pero a la vez maravilloso. Yo sólo tenía que obedecer y todo lo demás ocurría solo. Hasta que ella misma se dio cuenta de que yo no lo iba a soportar más, y me ofreció una tregua. Desgraciadamente, para ese momento ya era adicto al éxito, y no conocía ninguna otra manera de lograrlo. Desde ahí en adelante, lo único que cambió fueron las modelos.
XVII

El papá está sentado en la butaca de felpa verde. Mira hacia arriba. Hemos venido los cinco a Buenos Aires a recibir esta casa. Está aquí, en la Recoleta, la calle lleva nuestro apellido. El papá nos ha contado mil veces la historia de nuestra familia en la Argentina, y de cómo su abuelo se vino a Chile para lo de la peste amarilla, a fines de siglo... y también nos ha contado lo de los cementerios que aparecían y luego ya no estaban. Que se construían de emergencia, sin pensarlo. Los hacían para dar espacio a los muertos de la peste, para recoger los cadáveres que ya no cabrían en La Recoleta, y dejarlos por sus barrios, en Belgrano, en Villa Devoto en Caseros, en La Boca. El cementerio de Caseros se llamó del Sur, frente a la cárcel, se instaló por el 1867, ahora hay un parque arriba... buen abono, supongo, porque no me creo que hayan podido sacar todos los muertos, Florentino Ameghido, así se llama el parque de Caseros, al frente de la Carcel, justo donde estaba el cementerio del Sur... Lo cerraron en 1892, Igual que el de Chacaritas, ese que fundaron en 1871, para los peores desbordes de la Recoleta, cuando ya no había un solo pedazo de tierra donde meter un muerto... y otros muchos, en Flores, en Barracas... también se fundó en esa época el Cementerio de los Disidentes, en 1857, donde se enterraban los muertos de la colonia británica, en el lugar en el ahora está la Plaza Primero de Mayo, ahí en la equina de Pasco con Yrigollen.

En Buenos Aires, entre 1860 y 1890 se fundaron varias decenas de cementerios que desaparecieron muy pronto, cuando ya no había más peste, y los muertos ya no andaban por ahí a la deriva... y nadie estaba dispuesto a dejar a sus seres queridos en lugares a medio hacer, ni tampoco a invertir nada para que estuvieran terminados de hacer, y ¿para qué? Si ya había tiempo, y se podía pensar en ampliar los de siempre, y todo querían la Recoleta, pero pocos podían en la Recoleta, pero también estaban otros bien armados, y limpios, como el de Chacaritas, que quedó, o uno de los dos de Belgrano, que ya no recuerdo su nombre, pero que todavía duró un rato más... Y yo me imagino los carros tirando de nuevo, treinta años despúes, otras cajas con restos de muertos, para llevarlos a donde pertenecen, a donde siempre debieron estar, como si fuera un tour, desde Belgrano a la Recoleta, por la misma Cabildo y luego por Santa Fé, o directamente por la orilla del Río de la Plata, o por la línea del tren...

El papa se estruja las manos y sonríe. Me asquea. Se pasó casi veinte años en juicio para quedarse con esta casa y todo lo que hay adentro. Y en realidad es eso lo que de verdad le importa. Todo lo que hay aquí adentro.

Benjamín debe tener unos diecisiete años. Claro, porque yo tengo ocho. Estoy aburridísmo. Me quiero ir de aquí. Ya llevamos un mes en Buenos Aires durmiendo en nuestra casa de la Recoleta. La mamá teme que el papá se quiera quedar para siempre. No podría negarse, pero ella es de Chile, y ya extraña a sus hermanas y a sus amigas. Tu padre está loco, le ha dicho enojada a Mateo, él se ha limitado a sonreír, como siempre. En esta familia somos expertos en sonrisas, creo que nos viene en la sangre. Nos sonreímos para mostrar que estamos de acuerdo, y también para cagarnos en la hostia y para reírnos en las caras y para ocultar cualquier otra cosa, cualquier otra de esas tan corrientes entre nosotros.

Yo estoy con el papá y Benjamín en la biblioteca. El papá está haciendo un inventario. Mateo y la mamá conversan en el patio. Siempre están juntos. Yo miro para todos lados. El papá quisiera tener a Mateo al lado, pero sabe que el no estará. No le gusta estar con él. Se conforma con el Benja que está describiéndole todo al papá. Me río. Casi no ve el viejo. Por eso tiene que concentrarse y de vez en cuando se para y toca algo y mira al Benja con ojos de súplica. Mi hermano habla en voz baja. Mire, mire, éste sí es un Rubens, papá, mire... en el caballete de felpa colorado; más acá, vea bien papá... cuadros firmados por Trinquez, por Madrazo, por Rico, por Egusquiza por Laucret, por Largillière, por Arcos, por Mignard. Casi todos falsos, papá, dice Mateo en voz más baja... El papá se enoja, ¿cómo sabes eso, le dice? Y ahora es el Benja el que se ríe, con esa risa a medias, con esa risa de creernos a todos imbéciles, menos al viejo. Lo sé por la misma razón que lo sabe usted papá. Pero no se preocupe, casi nadie se dará cuenta, lo único que tenemos que hacer es no venderlos jamás, papá, eso es lo que tenemos que hacer, papá, no tratar nunca de venderlos.

El papá lo mira y le sonríe. Claro, claro, le dice, con voz cansada. Benjamín... no los vendas nunca ... y dile a la mamá que no. Pero no le digas por qué no, no le digas nada, sólo que no los venda. No me gusta que ella se complique con estas cosas Benjamín, no le digas a nadie, dice, mientras prende un cigarrillo negro con el encendedor del abuelo.

XVII

Sandy y yo entramos tomados del brazo. Todos nos saludan. Yo no puedo dejar de buscar con los ojos a Laura, pero hay demasiada gente. Este lugar está repleto. Aquí no hay cincuenta, le digo a Sandy gritando, hay como quinientos. Está todo el mundo,¿Qé mierda es esto?

Sandy se ríe con todos los dientes, pero casi no escucho nada. Chico, ¿Tú en que mundo vives? Es el cumpleaños de tu ex, me dice muerto de la risa.

Yo lo quedo mirando con los ojos extraviados. ¿De quién? Le grito sin apenas escucharme a mi mismo.

De Lisa, de Lisa Hughs. Me responde gritándome al oído.

Puta, por qué no me avisaste, le digo molesto. No habría venido. Arrastro a Sandy del brazo y lo llevo hacia fuera, casi en la puerta, donde podemos escucharnos mejor.

Puta, cabrón, me dice, justamente por eso no te avisé. No habrías venido, y te hace mal, chico, te hace mal no ir a ninguna parte, no ver a nadie, no hablar con tus amigos.

Yo lo miro. Yo no tengo amigos, huevón, le digo enojado. Salvo tú, y Tooru, pero con él estamos más lejos que la cresta.

Sandy me empuja hacia adentro. Bueno, eso es lo que estamos tratando de arreglar, me dice. Tus únicos amigos son un maricón y un monje. Saca tus cuentas. ¿Qué tenemos en común?

Me río y pienso en Nigui. Es cierto. Me he cagado a todo el mundo, pero no es posible cagarme a Tooru, es demasiado sano. Demasiado puro, pienso con rabia.

Sandy me empuja. Caminamos a través del bullicio hasta que un guardia nos hace gestos. Nos hace subir por una escalera metálica de pronto nos encontramos en una pecera de vidrio sobre la pista de baile. Aquí casi no hay ruido. Apenas se cierra la puerta a nuestras espaldas, veo a Laura, está sola, lleva un vestido delgado hasta la rodilla y botas. Me doy vuelta. No quiero mirarla. Mis ojos se encuentran con los de Lisa. Me imagino que me va a echar. Que me va a dar una bofetada. Cualquier cosa así. Me preparo. Se me acerca y me abraza. Me pellizca la mejilla y me dice al oíodo ¿Qué mierda haces aquí? Yo la miro, miro a Sandy. No sé si decirle que fue un error, que fue un engaño de Sandy. Por fin me decido.

Te vine a saludar, le digo al oído, si quieres me voy.

Lisa me mira a los ojos. No, claro que no. ¿Y mi regalo?

Sandy saca una cajita de su bolsillo y se la da. Es nuestro regalo, le dice con una sonrisa mientras se abrazan. Lisa lo mira sonriendo. No seas mentiroso, Michell. Quiero mi regalo, me dice a mi, seria. Yo busco en los bolsillos de mi chaqueta de cuero. Lo único que encuentro es una pequeña libreta de hojas blancas. La reviso. No hay nada. Absolutamente nada. Busco en mi chaqueta hasta que encuentro un lápiz. Me echo atrás y en veinte segundos disparo unas líneas que dibujan a Lise con la copa de champaña en la mano, el pelo negro recogido sobre la cabeza y su vestido largo, demasiado elegante para este lugar. Lo mancho con saliva y lo firmo.

Lise me mira. Se lo estiro. Lo toma con dos dedos y lo levanta hacia la luz.

Es hermoso, me dice. Pero es un regalo demasiado caro, ¿no crees? Yo me río. Estoy a punto de decir alguna siutiquería cuando aparece Laura por detrás de Lisa y se queda mirando el dibujo.

¿Te gusta? Le dice Lise a Laura.

Mucho. Le contesta.

¿Puedo?
Laura lo toma con dos dedos y lo mira detenidamente. Se fija en la firma. La lee. Pablo Ortiz. Lo dice en un español perfecto. Con algo de acento. ¿Es su nombre real? Me pregunta en español. Yo me río. Si, le digo, si hubiera buscado alguno, me habría puesto Sandy, le digo riendo.

Ella vuelve a mirar a Lise. Felicitaciones, le dice. Me encanta.

Lise la queda mirando y con una sonrisa le dice.

Si te gusta, te lo vendo.

Yo me río, pero Lise se queda seria.

De verdad, le dice a Laura.

¿Lo quieres?

La mujer nota que no es una broma y se siente incomoda.

No, gracias, le dice, es tu regalo. Tal vez uno de estos días logre que Pablo me haga uno.

Lise me mira a los ojos.

¿Y por qué no ahora?

Estoy completamente segura de que él estaría feliz.

Laura hace un gesto con la mano. No, perdón, no se preocupen.

Yo no lo pienso. Sé que es un error, pero saco el block de apuntes y me alejo unos centímetros. Treinta segundos después le entrego el papel firmado.

Laura no sabe si aceptarlo. Lise le insiste. Lo toma de mis manos y se lo entrega. Yo pido disculpas y me alejo de ellas. Ya no puedo más. Me acerco al bar y pido un Whisky. Sandy vuelve a mi lado y me golpea con el puño en el brazo. Fuerte. Me duele.

Cabrón, me dice. Eres un puto cabrón.

lunes, 19 de marzo de 2007

El Coleccionista. Cápitulos I al XIII corregidos.

I
Estoy aburrido. De todo. Especialmente de mí. No me soporto.
Volví a sentarme y miro por la ventana. ¡En verdad este lugar es la raja! Diseñé el loft exactamente como recordaba el de Nick Nolte, en “Apuntes del Natural”. La película de Scorsese en Historias de Nueva York, esa en que el pintor va a buscar a su mina al aeropuerto, que es la Roxana Arquette, y la lleva a su casa. No me acuerdo bien de la trama, pero en un momento ella está arriba tirando con otro y él está abajo con un lienzo gigante, pintando. Escuchándolo todo. La mina arriba jadiando. Gimiendo. El huevón pintando con furia. Con trazos grandes. Oscuros. Gastando y gastando colores.
Cuando vi la película pensé que eso era todo lo que se podía pedir para ser un artista de verdad. Ahora, solo, en mi puto Loft de Nueva York, frente a una tela casi tan grande como la de Nolte, miro para todos lados y estoy seco. No pasa nada. No llega nada. Mucho menos la Roxana Arquette. Pongo el disco, el original de Procol Harum, en una versión inglesa de 1972. Me da un poco de vergüenza sentirme tan mediocre, tan poca cosa, pero le subo el volumen hasta que la música me pone idiota. Completamente idiota. Ya no me puedo escuchar ni a mi mismo. Miro la tela. Miro los tarros de pintura y comienzo a tirar brochazos. Sin sentido. Sin tener ni idea de lo que busco.
Al principio mis manos se mueven torpes. Tratando simplemente de no cagarla. A pesar de la anestesia en mis oídos, de la música rebotando con los bajos contra mi pecho, no hago ninguna locura. Igual me controlo para no cagar una tela tan grande. Tan rica.
Había llegado a la sima del mundo. No podía cagarla justo ahora. Cuando todo se ve tan chico desde aquí. Cuando hasta esta ciudad se ve de lejos, más allá del Hudson y del puente.You must be the mermaid
who took Neptune for a ride.'
But she smiled at me so sadly
that my anger straightway died
No canto. Grito. Y lloro. Doy alaridos mientras por fin comienzo a pintar. Como si todo volviera a aparecer. Los fantasmas. Las pesadillas. El miedo y la furia que están a punto de llevarme más allá de lo que soporto. Aquí está la angustia. En mi garganta. En mis pulmones. Sube desde el estomago y me dan ganas de vomitar. Me siento como las huevas – creo que ya puedo pintar algo decente –

II

Hoy tuve que salir. Hubiera querido evitarlo, pero ya no hubo forma. Mi representante me dice que no puedo seguir encerrado. Que por un rato pasa. Que puede justificarme, pero que ya van dos meses de no mostrar ni la nariz, y que si quiero seguir en la cumbre debo darle en el gusto a quienes me quieren ver.

Esto no es París en los años 20. Es Nueva York en Siglo XXI y las cosas funcionan más o menos así:

Alguien te descubre. Digamos una galería o un coleccionista. Y comienza a comprarte algunas cosas. O a conseguir que alguien las compre. Cuando el dinero ya está en tus manos, te das cuenta que te has transformado, de pronto y sin que nadie lo hubiera advertido, en una empresa que cotiza en la bolsa. Aquellos que gastaron dinero en ti, o que consiguieron que alguien más lo hiciera, necesitan que tus cosas de vendan más, y más caro. Tu crees que haber logrado vender tu primera pintura en unos cien mil dólares ya era la gloria. Pero no. Resulta que tienes que vender más y más caro, porque de otra manera nadie pagará esos cien mi dólares, nunca más, y habrás hecho perder dinero a tus nuevo amigos. Aquí se requiere estar varios años arriba. Si no lo logras, todo se va a la basura, y con suerte te quedan los ahorros. Pero no hay muchos términos medios. Eres o no eres. Te compra el MOMA o no. Te contrata Saatchi, o eres un cadáver.

A mi me descubrieron por casualidad. Y no se crean que siempre es así. La mayoría de las veces no hay ninguna casualidad. Las galerías y los comisarios y todos los burócratas del arte llegan a las universidades más famosas y buscan a los chicos de moda. Los toman y los hacen famosos. A veces resulta. A veces no. Es el riesgo.

Lo mío, en cambio, fue raro. Como todo en mi vida.

No hago arte conceptual. No hago instalaciones. Casi no sé nada de teoría y sería incapaz de imaginar las cosas que imaginan la mayoría de los artistas jóvenes de Nueva York. Yo lo que sé hacer es dibujar, y con eso, habría estado condenado a hacer retratos de turistas en la orilla del Central Park.

Llegué aquí hace siete años. Acababa de cumplir los veintiocho. Viejo para los cánones actuales. Casi un anciano, si se considera que nunca había hecho una exposición individual y que mi “arte” resultó ser banal, clásico y aburrido para todas las galerías.

Llegué a hacer un programa bastante mediocre de uso del color en la NYU. La idea era vivir de una beca miserable y mal habida por unos seis meses y luego volver a lo mío en Chile.

Pero me enamoré de esta ciudad y me quedé. Ilegal. Pobre como una rata. Haciendo exactamente lo mismo que hace todo ilegal recién llegado a USA. Trabajar en una cocina lavando platos.

Ganaba seis dólares la hora. Pero solo trabajaba de noche. Desde las siete hasta las cuatro. Llegaba a mi pieza en Harlem a las cinco. Dormía, con suerte, hasta las 10 y me levantaba a pintar. Durante más de un año sólo trabajé, viví y respiré para comprar pintura y legalizar mis papeles. Pero antes de haber legalizado nada, alguien me descubrió.

III

Dije que hoy salí. Si, las presiones de mi representante. Todo eso de cómo funcionan las cosas. Ya lo dije.

Finalmente accedí a ir a la inauguración de la nueva exposición de un colega japonés en Chelsea. Se llama Tooru y me cae bien. Hace unas instalaciones con sombras y luces. Cosas extrañas, como casi todos aquí. También prepara un Sushi increíble y toca el Saxo mucho mejor que yo. Aunque en realidad lo que más me gusta de él es su novia. Una vietnamita que vino a estudiar cine en Columbia.

Las orientales no tienen culo. Casi nunca. En cambio Nguyen, que así se llama la chica, debe tener algo de África, pienso, porque tiene unas nalgas redondas completamente perfectas. Yo la miro cada vez que puedo. Suele usar faldas largas y de tela delgada, y su culo se marca como si se tratara de un par de manzanas.

Por supuesto, no me he atrevido a proponerle a Nigui (así le digo yo, porque no sé pronunciar su nombre y ella se ríe mucho de mi) hacer nada con su culo. Creo que Tooru lo tomaría a mal. No lo he dicho, pero a mi lo único que me interesa son los cuerpos de las mujeres. Me refiero a que todo mi arte se trata de cuerpos de mujeres. Pero eso es una historia más complicada. Mucho más complicada.

Llegué tarde a Chelsea. La inauguración era a las siete. Entré por la puerta a las ocho en punto. Ya todo el mundo estaba allí. De inmediato comencé a buscar el culo de Nigui. No lo encontré. Todo el mundo me abrazaba y me felicitaba. Yo ya no podía recordar el motivo de las felicitaciones. Tal vez lo del Guggenheim. O lo de Londres. Qué se yo. A mi lo que me importaba era encontrar a Nigui.

Recuerdo la primera vez que la vi. Fue hace poco más de un año. Había quedado de juntarme con Tooru en su estudio de Harlem. Un Domingo por la tarde, con la idea de ver algunas películas viejas. Cuando un japonés te invita a su casa hay que entender que se trata de algo especial. Pero mucho más cuando alguien te invita a venir un Domingo por la tarde, y no a una fiesta con mucha gente y ruido.

Tomé el metro cerca de las tres. Yo ya llevaba algún tiempo en mi Loft de Brooklin Heights. Caminé unas cuadras hasta la estación y me subí a un vagón casi completamente vacío. A mi espalda, dos mujeres del medio oriente hablaban en voz baja. Ninguna se había sentado, aunque todos los asientos estaban desocupados. Por un rato, tampoco fui capaz de sentarme, pero al fin comenzaron a dolerme los pies por lo que me alejé de las alegres comadres y me senté en el otro extremo ojeando un New York Time del día anterior que alguien había olvidado.

Miré la hora. Aún era temprano. Tooru me había dicho que llegara a eso de las cinco. Aún no eran las cuatro. Decidí bajar antes y caminar un rato por la 125. Aún quedaban unos pocos autobuses de turistas recogiendo sus cosas para volver al Manhattan blanco. Miré hacia una de las iglesias bautistas, ya vacía. Es muy extraña la fascinación de los blancos por las misas Gospel. Cuando vivía en el barrio, a veces me daban ganas de aparecer con un palo y sacarlos a patadas. Pero no soy negro. Ni siquiera soy cristiano, por lo que habría sido un gesto bastante gratuito e histérico. También solía imaginar qué pasaría si todo se diera vuelta. Buses y más buses de turistas negros, de Brasil, Cuba, el Congo, Ruanda, Kenia. Todos cargados con cámaras fotográficas y camisetas estampadas con la palabra New York City, entrando un viernes por la tarde en las sinagogas del Upper West Side.

Miro hacia el Sur. Luego hacia el Este. Maquinaria pesada. Al borde del Central Park se construye una enorme torre. Este es el renacimiento de Harlem. Puro negocio inmobiliario.

IV

Tooru vive en el West. Cerca de la Universidad. Son varias cuadras de caminata desde el centro. Llegue a las cinco en punto y toqué el timbre del edificio. De inmediato escuché una voz aguda y divertida. Era Nigui. Pregunté por Tooru y me abrió la puerta. Subí por un ascensor nuevo pero que trataba de replicar uno antiguo. Con rejas. Muy minimal.

El “Studio” de Tooru resultó ser mucho más grande de lo que pensé. Unos doscientos metros cuadrados. Y techos altos. Casi tres metros. Me gustó. Si no fuera porque mi loft tiene casi quinientos metros y techos de seis o más, lo habría envidiado. La idea de la envidia me pasó por la cabeza, como un mal sueño, como un recuerdo de la época en la que envidiaba las casas bonitas. Cuando vi a Nigui, no sentí nada especial. Una chica oriental, bajita. De rostro agradable. Algo redondo. Pechos pequeños. Vestida con una falda larga de estilo hindú. No sentí envidia de Tooru. No hasta que ella me dio la espalda.

Mi amigo estaba sentado en un sillón de cuero rojo, muy moderno. A su espalda todo el muro estaba repleto de libros. Él leía, como si no se hubiera percatado de mi presencia. Un libro en Inglés. Me acerqué a saludarlo y traté de reconocer al autor. Un nombre oriental que no conocía. Algo relacionado con Kafka. Supuse que sería una biografía o algo así. A los pocos segundos, dejó tranquilamente el libro, se puso se pie y me dio la mano.

¿Qué tal? Dijo

Y yo respondí. Muy bien. ¿Y tú?

Muy bien, me respondió.

Fue entonces cuando la vi. Nigui había salido de escena. Y de pronto apareció nuevamente, con una bandeja con tasas de té. Se agachó frente a una mesa grande y baja rodeada de almohadones negros y blancos. Yo me di vuelta instintivamente y me quedé mudo ante sus nalgas. Perfectas. Tal vez las más perfectas que haya visto en mi vida. Me costaba un mundo pensar que podían pertenecer a una chica oriental. Por un momento casi digo algo. Una referencia natural a la belleza de esas nalgas, pero por fortuna me di cuenta a tiempo de que habría sido una grave impertinencia y volví el rostro hacia Tooru.

Muéstrame tu casa, Tooru, le dije con la voz más natural que encontré.

Él me sonrío, como si comprendiera todo e indicó con un dedo la mesa. Five O’clock Tee, murmuró entre dientes. Después del té la recorremos, me dijo con su divertido acento. Caminamos juntos hacia la mesa y nos sentamos con las piernas cruzadas.

El te estaba delicioso. Miré a Nigui que rellenaba las pequeñas tasas con naturalidad y sentí envidia de Tooru. Mucha envidia.

V

Camino por la galería. Reconozco gente. Me saludan. Doy abrazos. Doy besos. Soy un ídolo. Mis meses de ausencia, pienso, sólo lograron hacerme más grande. Todos creen que preparo algo importante. Estamos en Septiembre. Viene la bienal de arte americano, todos saben que he sido invitado. Será porque soy americano, me río, sudamericano. ¿Quién los entiende?

Lo que pasa es que estoy de moda. Soy la moda.

Cuando vivía en Chile era nadie. A penas algo más que nadie. Estudié Bellas Artes en la Chile. ¿Y? y nada. A quien le importa. Me titulé con modestos honores y durante algún tiempo fui ayudante del famoso ramo de Dibujo. Dibujo I. Dibujo II. Dibujo III. Dibujo IV. ¿Alguien lo puede creer? Son 8 horas a la semana. Durante cuatro años. Considerando que un año académico tiene unas 36 semanas, un alumno de arte ha tenido, en total, unas doscientas ochenta y ocho horas de dibujo al año, osea, más de mil cien horas en toda la carrera. ¡Y casi ninguno aprende a dibujar!

Yo aprendí a dibujar. Dibujo bien. Enseño bien. Aunque mis motivaciones, entonces y también ahora, eran las que se puede suponer si se me conoce un poco. Me gustan las modelos. Adoro a las modelos. Incluso a las feas. A las gordas. A la viejas teñidas. Pero claro, mucho más a las jóvenes. A las estudiantes de teatro o de danza.

Por eso nunca tuve realmente un estilo. Dibujaba cuerpos. A veces me atrevía y los pintaba. Me salían bastante bien, pero nada interesante. Nada que destacara. Y me fui quedando. Seguí haciendo algunas clases en la Escuela. Luego de un par de años, una cátedra en una Universidad privada y muy cara. Estaba bien. No ganaba tan mal. No necesitaba vender mis cuadros. Sólo pintaba para acumular más y más imágenes de mujeres desnudas.

Pero ya les dije. Todo fue una casualidad.

Mientras vivía en Harlem y limpiaba platos me dediqué con toda conciencia a buscar modelos. No era tan fácil como en Chile. Las modelos eran baratas. Y a la vez, yo había desarrollado un instinto perfecto para saber cuando una chica quería ser pintada desnuda por un desconocido. Ustedes no se pueden imaginar a cuantas chicas retraté en esos años. Yo lo sé. Llevo la cuenta exacta. Fueron novecientas sesenta y cinco, entre 1992 y 2001. Más de cien por año. Una cada tres días. Alguna vez pinté a dos en una misma mañana. Eran días extraños, confusos, en los que lo que realmente contaba para mi era cualquier cosa nueva. Muchas de ellas no pasaron nunca de los bocetos. La mayoría.

Aquí, en cambio, todo fue dificultad. Nueva York está repleto de artistas. Completamente repleto. Y nada sorprende a nadie. Mientras estuve en NYU no fue tan complicado. Tomé algunos cursos de dibujo de cuerpo humano. Eso es igual en todas partes.

Pero luego, cuando decidí quedarme, estaba solo conmigo. ¿Pueden imaginarlo? Sudamericano. Solitario. Pobre. Mal vestido. Con aroma a platos y detergente en las manos y sólo una sonrisa a cuestas.

Tuve que idear una estrategia. Aquí la gente desconfía. No es cosa de decir, soy pintor, me gustaría hacerte un retrato. Quítate la ropa.

Lo primero que necesitaba era demostrar que soy bueno en esto. Suficientemente bueno para las chicas que quería desvestir, claro, pues nunca en esa época se me ocurrió tratar de ser bueno para los críticos de arte de Nueva York, y si las cosas no se hubieran dado de la forma en que se dieron, con toda seguridad eso jamás habría ocurrido. Hoy, al mirar mi taller y las telas que aún conservo de esa época, siento algo que me sube hacia la garganta, desde las costillas y los pulmones. Algo que no es angustia. Ni orgullo. Algo que se queda simplemente atrapado y que me impide respirar por algunos segundos.

No fue fácil definir dónde podría buscar a mis chicas. Las modelos son carísimas, y las otras mujeres dispuestas a desvestirse por dinero, en esta ciudad no sólo son aún mucho más caras, sino ilegales. Caminando y recorriendo, me di cuenta que había algunos espectáculos de teatro y danza moderna en la que los actores y bailarines se presentaban desnudos. Comencé, por lo tanto, a frecuentar talleres de teatro o de danza. Ya sabía que suelen haber chicas bonitas y que le tienen menos respeto a la ropa que ninguna otra profesión. Me paraba a la salida de los institutos, con mi atril, y dibujaba el edificio. Los árboles. Cualquier cosa. Con el tiempo, comencé a conocer de vista a a algunas chicas. Les sonreía, sin decir palabra, y continuaba mi trabajo. Luego de algunas semanas, tenía mi lugar predilecto. Una pequeña plaza en el Soho, rodeada de rejas, en la que se reunían los alumnos de un instituto de danza contemporánea a fumar y hasta a beber una cerveza.

Me gustaría que pudieras modelar para mí, le dije por fin a una chica latina que no hablaba ni palabra de español y que se me había acercado varias veces, curiosa por mis dibujos. Me sonrío sin entender. Que quisiera dibujarte. La chica se río nerviosa. Desde el inicio comprendió, sin que yo se lo dijera, que me refería a pintarla desnuda.

¿Y que pasaría luego con el cuadro? Me preguntó. Pues nada, le dije, pues que podrías verlo y tal vez alguna vez yo lo expondría.

No me parece un buen trato, me dijo entre risas. Si tu me pintas, yo me lo quedo.

La miré a los ojos. Me detuve en la forma de sus claviculas. Vestía un jeans azul ajustado y una camiseta gris. La chica, sin ser bella, tenía un cuerpo de esos que es delicioso pintar. Lo pensé un instante y le hice una contraoferta.

Yo siempre hago primer un boceto, le dije. En realidad, varios. Luego, sobre ellos, hago la pintura. Si me dejas pintarte, puedes elegir cualquiera de los bocetos.

Ella me miro, nuevamente, risueña. Ok, dijo.

¿Cuándo?

VI

Durante varios meses, pinté a July, la bailarina, y dormí con ella. También pinté a varias de sus compañeras. Todas querían sus bocetos, y algunas también se quedaban a dormir. Me divierte saber que esos bocetos hoy día valen algo. Que lo que hice durante años, sin que a nadie le interesara, hoy es redescubierto. Revistado. De hecho, supe que una editorial quiere hacer un libro con mi “primera época”.

Pero ya nada es así. No sé como llegué a esto. Cómo pude perder el interés. Cómo dejó de conmoverme cada detalle del cuerpo de una mujer.

Había escuchado mil veces el caso de tipos ricos y famosos, que tenían tantas chicas que de pronto se aburrían y se volvían adictos, o descubrían que eran gay. Nunca lo entendí. Pensé que jamás podría dejar de mirar un abdomen, la curva de una cadera, el triangulo del pubis, y sentir desesperación. Una necesidad imperiosa de obtener ese pedazo de universo para mí.

Pero ya ven. Estoy aburrido. Y me he vuelto peligroso.

Me detengo frente a una instalación gigante de Tooru. La contemplo. Estoy prácticamente solo en una enorme habitación blanca. Alguien me ha dicho que fue construida especialmente para esta obra. Miro hacia el techo. Miro hacia los costados. No logro descubrir de donde viene la luz. Desde dónde se proyectan las sombras que parecen flotar sobre el piso. Se mueven. Cuentan una historia que no comprendo. Me recuerdan un truco de magia. O el péndulo de Foucault. Pero no hay cuerdas. Ni rastros.

De pronto siento a mi espalda una presencia. Es Nigui. Lo sé. Me doy vuelta. Ella sonríe. Nos saludamos con dos besos rápidos en las mejilas. Luego ella se para a mi lado a contemplar las sombras. La miro de reojo. Me alejo unos pasos para que el perfil de sus nalgas quede a la vista. Ahí están. Perfectas. Pero yo no siento nada. Ella me mira y veo algo de pena en sus ojos. Tal vez se dio cuenta, pienso.

Sé que ella sabe que sus nalgas son maravillosas. Y sabe también que he pintado otras mucho menos admirables. Me imagino que se habrá preguntado alguna vez por qué no se lo he propuesto. Y se habrá respondido que por respeto a Tooru, que es uno de mis únicos amigos. Pero ahora, sin embargo, siente pena. Pena porque ya no es el respeto lo que me aleja de su culo, sino el desinterés. Quisiera explicarle que no es ella, que soy yo. Pero el sólo pensarlo me hace reír por dentro. No eres tú, Nigui. Tu culo sigue siendo el más bello del mundo. Soy yo el que ya no siente nada. Me río. Me río en voz alta sin darme cuenta. Y ella también se ríe. No sé por qué se ríe Nigui. Me doy vuelta para preguntárselo pero justo en ese momento aparece Tooru por la entrada de la sala. Está vestido de negro, como siempre. Lleva una camisa blanca. Chaqueta lisa. El pelo corto. Los ojos despiertos y pequeños. Nos vemos. Me hace un gesto de sorpresa. Sé que está contento de verme aquí. Nos abrazamos. Nos damos un beso en la mejilla. Comenzamos a hablar. Nigui no se nos une. Nunca se integra cuando hablamos. De pronto da un paso al lado. Se disculpa con una sonrisa y sale del cuarto. Yo la miro de espaldas y por un segundo vuelvo a inquietarme con la belleza de su culo. Sonrío. Esto se parece a la impotencia, pienso, pero tal vez es peor.

VII

Mi día de descanso era el Domingo. Me levantaba tarde. Llevaba la ropa a la tintorería. Caminaba por el barrio mirando. Buscando. En esa época, pocas veces logré pintar a una chica afro-americana. De hecho fueron sólo dos. Ya les contaré.

Ese Domingo volvía a mi casa temprano. Quería descansar. Traía conmigo mi cuaderno de croquis y algunos lápices.

Al llegar vi a una chica sentada en la escalera de mi edificio. Fumaba. Al acercarme, y antes de fijarme realmente en ella, sentí un aroma penetrante a tabaco negro. Cuando me vio se puso de pie, se arregló la falda y el pelo largo y desordenado y me sonrío.

Pablo, ¿no?

Me habló en Español. Con un leve acento del Río de la Plata.

Sí, le contesté.

Me tendió una mano huesuda y grande.

Soy Silvina.

La miré de vuelta con curiosidad. Su cara me resultaba conocida, pero no era capaz de recordar de donde. Era una chica de aspecto cuidadosamente descuidado. Como si el desorden de cada hebra de su pelo hubiera requerido varias horas de trabajo.

¿No me invitás a entrar? Me dice riendo, mientras guarda el paquete de cigarrillos en el bolso. Miro de reojo la cajetilla: azul y roja. Recuerdo bien esos cigarros negros y perfumados. Sólo se venden en la Argentina.

No se me habría ocurrido imaginar a una chica fumando de esos. Pero en realidad, tampoco habría podido imaginar nada de nada sobre Silvina.

¿Qué si entramos? Me dice ya de pie y con el bolso bajo el brazo. Se ríe. Yo me río.

Claro, claro, le digo sin entender aún mucho de nada. Pasa, le digo al mismo tiempo que abro la reja del edificio y comienzo a advertirle que se trata de un cuarto piso sin ascensor.

Silvina sigue caminando, risueña, toma aire, y comienza a seguirme por las escaleras con pasos cortos. Lleva una falda de gitana y una camiseta naranja muy ajustada que dice: Why Not!.

Llegamos a mi casa, que era a penas algo más que un cuarto con cocina y baño. Mi cama pequeña en un rincón y todo el resto del lugar ocupado por mis materiales de pintura. Hay sólo un motivo por el que escogí este lugar, entre todos los espacios húmedos y estrechos que encontré.

La luz.

Silvina se para frente a las dos grandes ventanas que dan al norte. Es Marzo. Inicio de la Primavera. Se suelta el pelo amarillento. Lo deja caer poco a poco, sin sensualidad, más bien como quien recorre las páginas de un libro.

Me mira y asiente. Buena luz, ché. Muy buena luz.

Yo asiento de vuelta, y antes de preguntarle qué hace aquí, ella comienza a recorrer mis bocetos, croquis y pinturas a medio terminar, separando varias.

¿Cuánto? Me pregunta.

Yo la miro sin comprender. ¿Qué cuanto me cobrás por estos? Me dice.

Desde hace años que no vendía un cuadro. Ni siquiera se me había ocurrido hacerlo. Miro la ruma que ha separado. Es más del setenta por ciento de lo que he juntado. Unos veinte cuados, entre pequeños y medianos. Y la gran mayoría de los dibujos con color. Más de cien.

Estoy seguro de haber palidecido. Ella se sienta en el suelo y comienza a mirarlos uno a uno.

Yo no tengo la menor idea de qué decir. Hago un cálculo mental rápido. Cuanto he gastado entre telas y pinturas. Unos dos mil dólares. La veo concentrada en uno de los varios retratos de July. Ella está desnuda, sentada sobre un almohadón casi en el mismo lugar dónde ella se ha sentado. Es una pintura especialmente realista. Se parece peligrosamente a una foto. Es buena, pero como siempre, le falta algo.

Ese no está a la venta, le digo sin pensarlo.

Ella me mira y cierra los ojos. Lo deja a un lado.

Ok. Me dice. Este no está a la venta.

¿Cuanto por todos los demás?

Me doy cuenta de que no estoy en condiciones de blufear. Ni de hacerme el seguro.

Mira, le digo, en realidad no tienen precio. No tengo ni idea. Hace mucho que no vendo un cuadro y…

Ella se pone de pie de un brinco y me mira a los ojos.

Ok. Me dice. Tratemos de hacer esto más fácil. ¿En cuanto vendiste el último cuadro?

Yo hago memoria y le digo la verdad. Un desnudo que vendí en Santiago a un amigo que tenía un bar. Lo compró para ponerlo en el baño de hombre. Un metro de largo por setenta de ancho. Le cobré doscientos mil. Fue un buen precio. Se lo cuento así, tal cual. Hago la conversión a dólares, más o menos al ojo. Pues, unos cuatrocientos dólares, le digo.

Ella me mira de nuevo. Comienza a contar los cuadros. Son veintitrés. A ese precio, serían unos ocho mil dólares, me dice.

Te ofrezco veinte mil, por todos, y me regalas los dibujos.

La miro. Veinte mil dólares es una cifra enorme. Definitivamente incomprensible para mi realidad de los últimos años.

Me río.

¿Estás hablando en serio? Le digo sin dejar de reír.

Claro que sí, me dice, sacando del bolso una chequera de cuero y una pluma demasiado cara para pegar con su ropa.

Comienza a escribir el cheque. Yo me siento en una silla a mirarla.

Me lo pasa. Yo lo tomo y lo miro.

Ok, me dice. Mañana lo cobras. Una vez que estés seguro de que tenga fondos, me llamas y vengo a buscar los cuadros. Toma, aquí está el número de mi móvil. Me estira una tarjeta en blanco, con el número escrito a mano. Ahí hablamos, me dice alegre.

La mujer se da vuelta como si se hubiera acordado de pronto de algo. ¡Ah! Yo creo que vendré mañana, a eso de las 12 del día. Por la luz. Comprá una tela grande. La más grande que encontrés.

Antes de que pueda decir nada, Silvina está en la puerta, se despide con un beso en la mejilla y se marcha.

Yo me quedo en el cheque entre los dedos, mirando mis cuadros. No creo que los extrañe mucho, me digo.

VIII

Hemos vuelto a la sala principal. Un fotógrafo le pregunta a Tooru si nos puede sacar una foto a los dos. Tooru sonríe y se me acerca. El fotógrafo dice que sigamos conversando, con las copas de champaña en la mano. Tooru asiente de esa manera en que sólo un japonés es capaz de asentir. Con una mezcla de respeto, resignación y falta de voluntad, que probablemente significa exactamente todo lo contrario.

Volvemos a caminar entre la gente. Los asistentes palmotean a Tooru y a mi intermitentemente. En una esquina, conversando de lo más animados, está Jessie, la australiana que se parece a Nicole Kidman y su nuevo novio. La miro desde lejos y ella me sonríe con un hielo que le brota de la comisura de los labios. El tipo es un financiero negro y brillante. Vestido con un traje impecable que debe ser armani y unos dientes blancos como perlas. Tooru los ve y se acerca sonriendo. A mi no me queda más que acompañarlo. Nos saludamos de dos besos con Jessie y con un apretón de manos con el novio que, lo quiera o no, me ha caído simpático.

Jessie me presenta a mí. Es obvio que a Tooru ya lo conoce.

Mark, el es Pablo Ortiz, le dice con un acento tan australiano que mi nombre me parece casi irreconocible. El tipo me sonríe. Por supuesto, Pablo, como estás. Me da la mano con amabilidad y a los pocos segundos, como quien recuerda algo, me toma del brazo y me aparta del grupo.

Debe medir más de un metro noventa y yo, mientras me dejo arrastrar, estoy completamente seguro de que me va a golpear. Que me dejará sangrando en el suelo y luego volverá a su chica y a su copa de champaña. Me lo merezco, pienso, y me dejo guiar hasta que el hombre se inclina para hablarme en voz baja.

Me gustaría comprarlo, me dice en un volumen casi inaudible. Yo de inmediato comprendo. Habla del cuadro. Del famoso cuadro de casi cinco metros. Orange Crush.

Le sonrío.

Creo que es algo tarde, le digo. Tu ya debes saber que está vendido y que dudo que el Museo lo tenga en venta. Pero podrías preguntarles.

Él me sonríe de vuelta.

No me jodas. No hablo del Orange. Hablo del otro.

Sólo en ese momento caigo en cuanta. Ya sé de lo que me habla. Puta. Jessie es una mierda bocona.

No está a la venta, le digo.

El me toma con fuerza del brazo y me arrastra hasta afuera de la galería.

El aire frío me despierta. Debería gritar, pienso, pedir ayuda. Llamar a los guardias. Este tipo en cualquier momento me va a golpear. Pero nada de eso sucede.
Cambia completamente el tono de voz. Comienza a hablar con voz grave y completamente tranquila.

Señor Ortiz, no le pediría este favor si no fuera realmente importante para mí. No me dan celos. Nada de eso. Y si no lo hubiera visto, no me importaría. Orange está aquí, a pocas cuadras, ¿no?. ¿Me importa? No. No me importa. Mira Pablo, me dice, a mi me da igual todo lo que haya ocurrido. Creeme. A mi lo que me pasa es que me gustó mucho ese cuadro. Nunca he visto a Jessie más hermosa. No lo quiero para romperlo, viejo, me dice dándome un breve manotazo. Lo quiero para colgarlo en mi casa. ¿Entiendes?

Yo entiendo. Pero no quiero venderlo.

Se lo explico. A mi también me gusta, le digo.

El me mira y sonriendo me dice: Pero tú lo pintaste, viejo, tú lo pintaste. No tienes derecho a haberlo pintado y además guardarlo. ¿Te das cuenta?

Yo me doy cuenta. Me gusta como razona. Le sonrío.

Déjame pensarlo. Se lo digo en serio.

Él me sonríe y me toma nuevamente del brazo para volver a entrar.

Piensalo. Claro, claro. Tú sólo piénsalo.
IX

Me levanto temprano y tomo el metro, dirección Down Town. El cheque es del Chase Manhattan Bank. Me he vestido con la ropa más decente que he encontrado, y traigo conmigo mi pasaporte. Por mi cabeza pasan mil ideas. Me mareo ante la inminencia de recibir este dinero. De pronto siento en el estómago una duda. No estoy seguro de quererlo.

Hablo en serio. Mientras más lo pienso, más complicado me parece. Esta chica no parecía estar demasiado loca, pero quien sabe. La tela, supongo, será porque quiere que la pinte. Y eso no me molesta. No me molesta en lo más mínimo. En fin, allá ella si quiere tirar su dinero. Alejo de mi la incomodidad por el dinero. Después de todo, me hace falta y me dedico a especular acerca de si el cheque tendrá o no fondos. Algo me hace pensar que sí, que seguramente recibiré ese dinero y no tengo ni idea de en qué podría gastarlo. Cambiarme de casa. Comprar muebles. Comprar pinturas nuevas. Telas.

Mientras pienso, he llegado a la estación. Me bajo. Subo las escaleras. Elegí el Chase de Time Square. No sé por qué. Tal vez simplemente porque es grande. Supongo que aquí tendrán mis veinte mil dólares en billetes. Sonrío ante mi ingenuidad y cruzo la calle hacia el edificio gris y azul. De día Time Square no es más que una sobre de lo que es de noche. Miro hacia arriba. Las pantallas encendidas no me dicen nada de nada. Veo el letrero de Heineken y al menos me da sed. Eso ya es algo, pienso, y entro al banco.

Salgo aturdido y con el fajo de billetes dentro de mi morral de tela. Bastó mi pasaporte y el cheque. Un par de minutos. Los dedos de una chica latina sobre la computadora. Los billetes contados por una maquinita. Eso es todo. Aquí están. Camino por la cuarenta y dos. Doy vueltas. Nervioso. Son recién las diez. Decido comprar la tela cerca de casa. Conozco un lugar bastante decente. A las once y media en punto ya estoy de vuelta en mi pieza, con una tela de dos metros por dos metros y una botella verde de cerveza helada en la mano.

Me siento a esperar mientras miro por la ventana. El día está luminoso. El sol entra llenando cada rincón, aunque aún no calienta mucho. A las doce en punto miro por la ventana y veo desde arriba el pelo desordenado y pajizo de Silvina. Viene vestida con un buzo de hacer deportes celeste y una camiseta blanca y vieja. Mira hacia arriba y me sonríe. Le hago un gesto y bajo a abrir.

X

Cuando vuelvo a la galería me encuentro a Tooru y a Nigui conversando con Jessie. Yo vengo del brazo de Mark, venimos conversando de la obra de Tooru. A Mark le gusta, a mi también. Más allá de mi amistad con Tooru, me parece original y jugada. De algún modo me parece muy oriental, muy auténtica.

Jessie nos mira algo sorprendida. Nos unimos al grupo. Yo me alejo un poco y me quedo mirando el cuerpo de las dos chicas. Comienzo a reflexionar sobre ellas pero me detengo. No es una buena línea de reflexión, cualquier cosa que concluya me haría mal y, para que darle más vueltas. Me disculpo y me alejo del grupo. Camino por la Galería y veo desde lejos a Sandy. Me alegro genuinamente de verlo. Nos abrazamos y comenzamos a caminar alejándonos del grupo. Entre otras cosas me alegra poder hablar en Español con alguien.

Sandy en realidad se llama Santos. Miguel Ángel Santos y es un mulato simpatiquísimo que se escapó de cuba siendo adolescente. Me encanta su historia, aunque intuyo que más de la mitad debe ser mentira. Se supone que estaba un día bastante borracho en una calle de la Habana Vieja pintando retratos para los turistas. Lo hacía medio escondido, cobrando un par de dólares. Era principios de los noventa y tras la caída de La Unión Soviética, la Isla estaba pasando uno de sus peores momentos. Todo el mundo tenía hambre. A eso le llamaron, con un sentido maravillosamente cubano de los eufemismos – Período Especial –

Sandy me contó su historia sentados en la terraza de su departamento en el Village. Tomando mojitos preparados por su madre a quien se trajo hace unos años y que increíblemente vive con él. Sandy se hizo rico. Realmente rico. Y es uno de los artistas jóvenes más talentosos del momento. Un fenómeno de ventas. Un lunar más en el ya archialunado cielo de Manhattan.

Resulta que mientras dibujaba a un español en la calle, el tipo comenzó a coquetearle. He olvidado decir que Sandy es completamente Gay. Mi amigo, envalentonado por el alcohol y la expectativa de una buena propina le siguió el juego. Terminaron en su hotel dedicados a aquello a lo que uno se suele dedicar en estas circunstancias, y como también suele suceder, el español le juró y perjuró que le enviaría una carta de invitación para que pudiera salir de la Isla e ir a visitarlo, que llegando a Barcelona lo contactaría, le ayudaría a estudiar y todas aquellas promesas que se suelen hacer en el fragor de una noche bien aprovechada.

Pero a diferencia de lo que suele ocurrir, en este caso el famoso español cumplió su promesa, y además de enviarle dinero y la famosa carta, se mantuvo completamente enamorado de este pequeñito delgado y de rostro infantil.

Pero al parecer en Cuba nada es tan fácil, Sandy era menor de edad, por lo que no le autorizaron salir de la Isla. Acababa de cumplir diecisiete años y la idea de esperar doce meses para conocer el mundo le parecía completamente imposible.

Por lo tanto sólo tuvo una idea en mente. Salir en balsa. No sería el primero ni el último. Logró enviar a su amigo español un mensaje en clave pidiendo el dinero que le cobraban por la aventura, y lo recibió, aumentado, a los pocos días.

De ahí en adelante, la historia comienza a parecerse a una novela de piratas. Encuentros clandestinos. Silencio absoluto. Ni una palabra a sus padres o amigos, hasta que una buena noche sin luna estuvo montado sobre una balsa endeble junto con otros doce compatriotas.

Esta historia podría haber terminado mal. Sandy se ríe mucho al recordarlo. Pero increíblemente, terminó bien. Llegaron a Miami sin contratiempos exagerados. Escondieron la famosa balsa entre las rocas de una playa, y así, con un morral al hombro y unos mil dólares escondidos entre las rocas, mi amigo llego a una autopista. Prefirió separarse del grupo, pues pensó que él iría, en todo caso, más rápido solo. Caminó hasta el primer pueblo, a unos diez kilómetros, y tomó un autobús con rumbo a una ciudad que sólo conocía y reconocía por fotos y cuentos.

Consiguió un teléfono y llamó a un número que le había dado su amigo. Le contestó una voz de mujer madura que le dijo que se quedara ahí, en donde estaba, y que lo recogerían en poco rato.

En efecto, antes de media hora, Sandy estaba sentado en una camioneta, con una mujer gorda y tierna que le recordó a su madre, y a los pocos minutos estaba dentro de una casa en el centro de Miami en la que vivió semi escondido por más de una año, hasta que cumplió la mayoría de edad y pudo arreglar, más o menos, sus papeles.

En ese tiempo, el español lo visitó varias veces. Lo llevó a conocer museos. Le dio dinero para comprarse ropa y pinturas y telas. Sandy se sentía en cielo. Había llegado a enamorarse de su compañero como el adolescente que era y esperó pacientemente hasta que casi pocos días después de haber cumplido los diecinueve pudo salir sin problema del país para instalarse con su novio en Barcelona.

Cuando Sandy llega a este punto del relato, se larga a llorar. Yo aún no sé por qué llora, pero lo sabré muy pronto. El no logra hablar más, se toma un mojito al seco y se seca las lágrimas. Ya te seguiré contando, me dice, mientras se suena delicadamente con un pañuelo de seda que saca de la manga de una camisa Versace blanca con delicadas líneas tornasoladas.

Yo no sé si reírme o ponerme también a llorar a gritos. Pero Sandy ya se ha repuesto y grita hacia adentro. Oye, vieja, Coño, que buena te quedó esta mierda. Traeme otro que el vaso estaba agujereao.

XI

Silvina llega asesando por las escaleras. Trae una bolsa con manzanas y jugo. Luego de saludarnos, se deja caer con todo su peso sobre uno de los almohadones del suelo. Se seca unas pocas gotas de sudor de la frete y abre una botellita de jugo de pera.

Odio esa escalera, me dice, mientras saca de una mochila de tela sus cigarros y una caja de fósforos.

¿Te importa?

A mi en realidad no me importa para nada.

Dale, fuma todo lo que quieras, esta casa es más tuya que mía, le digo riendo.

Ya, o sea ¿Recibiste el dinero y todo está bien?

Mientras habla, Silvina ha sacado su cajetilla azul y roja y prende un cigarrillo. El aroma a tabaco negro invade todo el ambiente. Respiro profundo. Creo que podría acostumbrarme a este aroma. Lo pienso, aunque no lo digo. Ella fuma deleitada, con los ojos cerrados.

Cuando lo abre, mira los cuadros que están exactamente en la posición en que los había dejado.

¿Entonces son míos?

Yo la miro de vuelta y por un momento dudo.

Pero ya gasté parte del dinero en pagar una deuda que tenía con mi jefe en el boliche en que trabajo, y tampoco creo ser capaz de meter la mano al bolsillo y devolver veinte mil dólares.

Claro, por supuesto, le digo.

Ella vuelve a mirar y se encuentra con la tela.

¡Está muy bien! Me dice. Pero ¿Cómo la entraste? No cabe por la puerta.

Yo me río. Claro que cabe. Tiene dos metros. La puerta tiene dos metros quince, le digo.

Silvina se pone de pie y comienza a mirar la tela.

¿Y la escalera?

Yo me largo a reír.

Por la ventana. La entré por la ventana. Le digo indicando el ventanal. Tuve que amarrarla con un cordel y tirarla. Nunca logre que girara por la escalera.

Silvina se ríe nuevamente. Tiene dientes blancos. Los de arriba están bien, pero abajo, justo los dos pequeñitos del centro, esos que son los primeros que le aparecen a los niños están levemente montados.

La mujer camina hacia la ventana y abre las cortinas algo raídas. El sol entra como una ola suave. El humo dibuja formas extrañas al pasar por el chorro de luz. Primero son nubes, nítidas, que luego se disuelven para teñir de gris los reflejos.

¿Tenés todo listo?

Yo le indico con el dedo una mesita en la que he puesto en orden brochas, carbol de sauce, tarros de pintura, aceite, fijador.

Ok, Ok, me dice.

Pero ahora me toca aportar algunas cosas, claro, si vos estás de acuerdo. Es sólo una idea loca que tengo en la cabeza, si no querés me avisás.

Silvina se devuelve a su mochila, se agacha y comienza a revisar y sacar cosas. Yo no veo lo que hace, sólo la veo a ella de espalda. La espalda algo ancha, de alguien que alguna vez nadó o algo así. Las caderas estrechas. El culo pequeño, pero al menos no muy plano. En esta posición, el elástico del pantalón se ha bajado, y la camiseta se ha subido. Me concentro en los centímetros de piel que comienzan en el borde de su calzón blanco y con borde ancho. Alcanzo a leer nítidamente la palabra Calvin Klein. Su cintura es normal. En realidad, si pudiera definir ese cuerpo sólo podría decir que es normal.

De pronto Silvina se da vuelta y me sonríe.

Te ofrezco un trato, me dice muerta de la risa.

Yo la miro y no digo nada.

¿Y bueno?

Te escucho, le digo apoyado en una muralla.

Vos me vas a pintar exactamente de la manera en la que yo te lo diga. Ya sé, ya sé que vos sos el artista, pero es que tengo una idea en la mente y estoy segura que vos sos el tipo justo para hacerlo.

Pero este cuadro no te lo voy a comprar yo. Este cuadro lo voy a vender yo.

La vuelvo a mirar.

Bueno, si o no, me dice divertida.

Yo lo pienso un minuto, y en realidad ya quiero que se quite la ropa y sé que si le digo que si, se la va a quitar. Cosas peores he hecho para desnudar a una modelo, me digo.

Sí. Claro que sí. Dime qué quieres.

Silvina me sonríe, se me acerca y me da un beso sonoro en la nariz.

Qué bueno. Ok, ahora, antes que nada te tengo que enseñar a usar estas cosas. Mientras habla, va dejando una serie de objetos sobre mi mesa. Yo la miro sorprendido. Aún no tengo ni idea de que quiere que haga.
XII

Con Sandy nos hemos sentado en un rincón de la Galería a mirar. A mirar a la gente que camina, que se pasea, que recorre los metros cuadrados de paredes blancas y altas. Por un instante me he sentido en paz. Es que Sandy logra que cualquiera se sienta bien. Hace bromas sobre todo y sobre todos. Él ya lleva muchos años aquí. Ya les contaré como siguió su historia. Conoce a todos. Todos lo conocen. Con Sandy uno siempre se sorprende, pues nunca dice nada en serio, pero sus bromas son tan precisas que deberían publicarlas en un libro de tapas duras.

Es que Sandy entiende. Cosa que pocos pueden decir por aquí. Y no respeta a nada ni a nadie. Cosa que sólo a algunos pocos se les acepta.

Desde aquí tenemos una panorámica perfecta.

¿A qué te recuerda esto? Me dice de pronto.

Yo miro con profundidad hacia el centro de la galería. Jóvenes con el pelo naranja mezclados con críticos vestidos de tweed y anteojos sin marcos. Artistas famosos y aspirantes a cualquier cosa. Chicas bonitas y otras afeadas tras kilos de maquillaje blanco.

Lo pienso un poco. A la Guerra de las Galaxias, le digo riendo. A la escena en la que Hans Solo entra en un bar de mala muerte, en medio de seres de todas las formas y tamaños.

Sandy me mira intrigado. Chico, ¿tu no sabes que de donde yo vengo no se ve ni mierda de eso? Yo con suerte habré visto ciencia ficción rusa, me dice muerto de la risa y mostrando los dientes blancos.

A mi me recuerda a una corte, chico. ¿No te lo imaginas?

Miro nuevamente hacia la gente y sí. Creo saber de qué habla.

¿Y quien sería el Rey?

Sandy se pone de pie y me mira concentrado. Vuelve la vista hacia los asistentes que ya comienzan a irse y luego me mira a mi.

Eso depende. En realidad, aquí hay varias cortes, chico. Con sus reyes, sus príncipes, sus preferidos y hasta sus putas.

Para algunos, claro, me dice tomándome de las solapas de la chaqueta y obligándome a dejar la silla, tú mismo eres el rey. ¿No?

Yo lo miro de vuelta y le sonrío con pena. No viejo, no creo. Con suerte una de las putas.

Mi amigo que ha comenzado a caminar delante de mi se da vuelta y me mira de arriba abajo. Sí, somos putas, come mierda, pero al menos yo soy bonita y por eso puedo pintar lo que se me ocurra, en cambio tu como no te crees nada de nada, eres esclavo de la mujeres bonitas como esa, me dice mostrándome con la pera un grupo de tipos elegantes a unos metros.

En cualquier otra circunstancia me habría quedado pensando en lo que me acababa de decir Sandy. La habría pedido que me explicara más sobre su comentario, aún sabiendo que no necesitaba ninguna explicación, y sin embargo mis ojos y mi mente y todo mi cuerpo sólo pudo quedarse en la imagen de una mujer vestida como una aboagada de Wall Street. Pantalones de Tela azules, blusa blanca, chaqueta azul.

¿Quién es? Le digo al cubano.

El me saca un poco del tumulto y me habla en voz baja.

No me jodas, chico ¿Cómo no vas a saber quién es?

Es la mujer de Alvear, el tío este de tu país. El coleccionista.

Vuelvo a mirar. Claro que conozco a Benjamín Alvear. Desde hace algunos años todo lo consideran una especie de Rey Midas. Compra y vende cualquier cosa. Desde arte hasta aviones, pasando, claro, por papales y más papeles.

No la había visto nunca, le digo.

No te lo puedo creer, me contesta. Pero si esa tía es un encanto. Todos las conocen. Todos la adoran. Tu estás ciego, chico, me dice exagerando su acento. Tantas mujeres te secaron la vista. Yo te dije que eso te hace mal. Que tienes que variar de vez en cuando.

Normalmente le habría seguido el juego a Sandy, pero no puedo. Soy totalmente incapaz. Me quiero ir de aquí. No quiero volver a ver a esa mujer nunca más en mi vida. Me desespera.

¿Vamos? Le digo a mi amigo.

El sigue bromeando. ¿No me digas que te decidiste? Vas a ver que no te duele.

Yo le doy un pequeño golpe en el hombro.

Déjate de joder, Sandy, le digo serio. Tengo hemorroides hasta en las muelas.

Asqueroso, me contesta con un gesto de repulsión en la boca. No me recuerdes ese tema, mi amor, que me empieza a doler de solo pensarlo. Si yo ando peor que Wilde, me dice coqueto.

Vamos. En serio, le repito mientras sigo mirando a la mujer de Alvear.

¿Cómo se llama?

Laura, me dice, pronunciando el nombre en Inglés. Laura Kelly, pero es Española, me aclara muerto de la risa. En realidad, tampoco es Española, nació en España y vivió su infancia allá, pero sus padres son más gringos que Bill Clinton. Pero no puede ser que no la conozcas, cabrón. Tu menos que nadie. Yo lo tomo de un brazo y lo arrastro hacia la puerta.

Mientras nos alejamos. Yo vuelvo a darme vuelta. Miro hacia el grupo en que está Laura. Mis ojos se cruzan con los de Alvear. Nos saludamos con la mano y él me hace un gesto para que me acerque. Yo no puedo. Mi representante me va a matar si se entera, y se va a enterar. Pero no puedo. Le hago un gesto de disculpa con la mano y le indico con gestos que lo llamaré. El se despide con la mano. Ella me mira por primera vez, me sonríe, y le dice algo al oído a su marido.

Al llegar a la puerta, me encuentro con Jessie y Mark que también están saliendo. Nos despedimos. Mark me hace un gesto. Yo se lo devuelvo. Miro a Jessie y su recuerdo me invade. Tal vez le venda el cuadro, pero le voy a cobrar un ojo de la cara. Nos sonreímos por última vez. Jessie abraza a mi amigo y le dice algo al oído.

Sandy y yo por fin estamos en la calle y comenzamos a caminar hacia el metro.

¿No quieres un trago? me pregunta Sandy. Lo pienso un instante.

No. Por hoy paso, le digo, y seguimos caminando en silencio.

¿Qué te dijo? Le pregunto.

Sandy se ríe.

¿Qué crees tú?

No sé, le digo. Realmente no tengo idea.

Me dijo….

Te cuento después del trago, me dice con una sonrisa.

No seas maricón, le respondo.

Él me mira ofendido.

Y tú no seas heterosexual, me contesta.

Touché. Sorry, le digo riéndome. Pero puta ¿Qué te dijo?

Me dijo, que no se lo venda, Sandy. Dile que no se lo venda.
XIII

Cuando Silvina termina de arreglar mi mesa, veo que ha dejado sobre ella una lupa enorme con una especie de linterna, una caja de guantes quirúrgicos y un trozo de tela de seda o algo así. Hay otras cosas que no alcanzo a distinguir y que ella devuelve a la mochila.

Mirá, me dice, en realidad vamos a partir de otra manera. Te explico. Quiero que pintés esa tela de dos metros que tenés ahí, con un retrato de mi vagina.

Yo la miro con una sonrisa. No sé que decir.

Sí, ya se que es loco. Pero vamos a hacer lo siguiente, además de que el cuadro lo vamos a vender, porque lo vamos a vender, yo te voy a pagar por horas tu tiempo. Después, luego de vendido, descontamos mi comisión y esas horas.

Yo vuelvo a mirarla sin entender nada. ¿Qué hora es? Ella mira su muñeca y se responde sola. Casi la una. Tendremos luz natural hasta más o menos las cinco, ¿no?

Ok, entonces hoy tendremos sólo cuatro horas. Mañana yo no puedo venir. Pasado tampoco, pero el miércoles nos juntamos a las diez en punto. ¿Te parece unos cien por hora?

Gano seis dólares por hora limpiando platos Silvina, le digo sonriendo ¿Qué crees tú?

Qué ganas una mierda, me responde, pero yo tampoco pagaría más por lo de los platos. Te pregunto si está Ok cien dólares la hora por hacer exactamente lo que te diga. Por olvidarte de mucho de lo que has sabido hasta ahora sobre pintar cuerpo humano. Por obedecerme en serio, me entendés, como a una jefa muy bruja. Yo cobraría al menos el doble, me dice riendo. No sabés lo bruja que soy.

Cien está perfecto, le digo, aunque dudo que recuperes la inversión.

¿Tan poco confías en el coño de una argentina? Ché, pero qué mal.

Yo estoy a punto de comenzar a replicar algo pero ella me calla con un gesto. Shhhto., me dice seria. ¿Tenemos un trato? Me dice alargándome una mano.

Claro, tenemos un trato, le contesto devolviendo el apretón con poca energía.

Ok. Andá y te lavas bien las manos. Saca de la mochila - que parece tener una capacidad inagotable – un frasco de jabón líquido verde. Lavate con esto, me dice, y hacelo bien, que yo me pego cualquier cosa de que me toquen. Yo tomo el frasco y me voy al baño. Me lavo las manos y me escobillo las uñas. El agua está fría. Cuando vuelvo, Silvina está acomodando los almohadones del piso como una pequeña colchoneta y sobre ella pone una de las telas de seda, que ahora noto, son dos, azules, de exactamente el mismo tamaño.

Se quita el pantalón del buzo y queda cubierta por un calzón deposrtivo, ni grande ni pequeño, de algodón blanco. Sentante, me dice seria. Antes vamos a hablar.

Yo me siento y la escucho.

¿Vos sabes cómo es una vagina?

Yo le sonrío. Creo que sí, respondo.

¿Crees o sabes?

Lo pienso un instante. Este diálogo me va a dejar como un imbécil, pienso, diga lo que diga.

Pues no. No lo sé.

Beeeeepppp…. Me dice. Respuesta incorrecta. Claro que sabés. Claro que sabés.

Ok, agarrá ese cuaderno de croquis y fijate bien. Silvina se acomoda entre los almohadones y abre levemente las piernas. Deja una apoyada y recta, la otra la encoje. Sus piernas dibujan un ángulo de cuarenta y cinco grados entre sí. El calzón deja ver la protuberancia del pubis. Veo la piel suave de la ingle que termina en el borde del elástico. Luego es la tela blanca la que se eleva. Bajo el algodón, puedo notar la textura de sus pelos. Me excito, siento como algo se me pone duro entre las piernas y me acerco a Silvina. Ella se ríe y me apunta con el dedo.

¿Qué mierda crees que haces? Me dice con una sonrisa. Vos ni te sueñes, pero escuchame, ni te sueñes que voy a coger con vos. Sentate ahí y haceme caso. ¿Ok?

Yo me siento como un niño. Me siento y le hago un gesto de aceptación con la mano.

Lo que vas a hacer es dibujar todo lo que no ves. ¿Me entendés? Vas a dibujar justo lo que está tapado por mi bombacha. ¿Podés?

Yo vuelvo a mirarla y asiento. Poné música, dale, me dice mientras acomoda la cabeza sobre una almohada y cierra los ojos. Cualquier cosa sin voces.

Yo me doy vuelta y pongo un disco de Jazz, mientras las manos me tiemblan levemente. Tomo un sorbo de jugo de la botella que Silvina dejó a medias y me siento a dibujar. Ella mantiene los ojos cerrados y por un instante pienso que se ha quedado dormida.

Cuando termino, veo mi dibujo y me doy cuenta de que quedó bastante bien. Lo repaso con el dedo para crear sombras y lo dejo sobre la mesa. Han pasado menos de veinte minutos. En cuanto muevo las manos, Silvina abre los ojos.

¿Termistaste?

Se sienta en los almohadones y me llama con la mano. Vení, vení, mostrame.

Le muestro el dibujo y ella sonríe.

No está mal, ché, nada mal para alguien que no conoce una vagina ¿no crees?

Silvina se pone de pie y mira el dibujo con atención. Si, creo que tarde o temprano lo vas a hacer. Pero mirá. Esta bien. Está re bien, pero no dice nada. ¿Te das cuenta?

Andá y te lavás de vuelta la manos, y volvé acá.

Yo le obedezco. Me lavo las manos hasta eliminar todos los rastros de grafito de mis dedos.

Acercate, me dice. Se ha vuelto a tirar sobre los almohadones, ahora tiene ambas piernas abiertas. Dame tu mano. La toma y lleva mi dedo índice hacia su cuerpo.

Pablo, vos pintás lo que está afuera, y lo hacés bien. Muy bien. Pero para pintar hay que saber lo que está debajo. Hay que sentirlo. Tocá los labios, me dice, despacio. Mirá como están llenos de sangre y de venas bajo la piel. Vos tenés que pintar todo, me entendés. Y sólo cuando hayas aprendido a pintar todo podés restar algo. Silvina toma la palma de mi mano. Rozá sobre la bombacha, sentí los pelos. Cierra los ojos. Sentí suy desorden. Son como un remolino que comienza en el centro. Te das cuenta.

Yo estoy excitadisimo, pero ella está completamente concentrada. Mirá. Silvina se quita los calzones y me encuentro de frente con su pubis. Aunque es rubia, los pelos de su vagina son más oscuros, casi café. Está depilada en los bordes, los pelos nacen justo sobre el final de la vulva y se arremolinan. Andá a buscar la lupa, me dice. Yo obedezco. Te tenés que fijar en los detalles, para luego olvidarlos, me seguís. Tocá, tocá los labios. Ves que bajo ellos hay vida. Eso es lo que falta. Hagámoslo otra vez ¿te parece? Pero ahora con lápices de color.

lunes, 12 de marzo de 2007

El Coleccionista. Capítulos II, III, IV, V, VI, VII y VIII

II

Hoy tuve que salir. Hubiera querido evitarlo, pero ya no hubo forma. Mi representante me dice que no puedo seguir encerrado. Que por un rato pasa. Que puede justificarme, pero que ya van dos meses de no mostrar ni la nariz, y que si quiero seguir en la cumbre debo darle en el gusto a quienes me quieren ver.

Esto no es París en los años 20. Es Nueva York en Siglo XXI y las cosas funcionan más o menos así:

Alguien te descubre. Digamos una galería o un coleccionista. Y comienza a comprarte algunas cosas. O a conseguir que alguien las compre. Cuando el dinero ya está en tus manos, te das cuenta que te has transformado, de pronto y sin que nadie lo hubiera advertido, en una empresa que cotiza en la bolsa. Aquellos que gastaron dinero en ti, o que consiguieron que alguien más lo hiciera, necesitan que tus cosas de vendan más, y más caro. Tu crees que haber logrado vender tu primera pintura en unos cien mil dólares ya era la gloria. Pero no. Resulta que tienes que vender más y más caro, porque de otra manera nadie pagará esos cien mi dólares, nunca más, y habrás hecho perder dinero a tus nuevo amigos. Aquí se requiere estar varios años arriba. Si no lo logras, todo se va a la basura, y con suerte te quedan los ahorros. Pero no hay muchos términos medios. Eres o no eres. Te compra el MOMA o no. Te contrata Saatchi, o eres un cadáver.

A mi me descubrieron por casualidad. Y no se crean que siempre es así. La mayoría de las veces no hay ninguna casualidad. Las galerías y los comisarios y todos los burócratas del arte llegan a las universidades más famosas y buscan a los chicos de moda. Los toman y los hacen famosos. A veces resulta. A veces no. Es el riesgo.

Lo mío, en cambio, fue raro. Como todo en mi vida.

No hago arte conceptual. No hago instalaciones. Casi no sé nada de teoría y sería incapaz de imaginar las cosas que imaginan la mayoría de los artistas jóvenes de Nueva York. Yo lo que sé hacer es dibujar, y con eso, habría estado condenado a hacer retratos de turistas en la orilla del Central Park.

Llegué aquí hace tres años. Justo cuando cumplía los treinta. Viejo para los cánones actuales. Casi un anciano, si se considera que nunca había hecho una exposición individual y que mi “arte” resultó ser banal, clásico y aburrido para todas las galerías.

Llegué a hacer un programa bastante mediocre de uso del color en la NYU. La idea era vivir de una beca miserable y mal habida por unos 6 meses y luego volver a lo mío.

Pero me enamoré de esta ciudad y me quedé. Ilegal. Pobre como una rata. Haciendo exactamente lo mismo que hace todo ilegal recién llegado a USA. Trabajar en una cocina lavando platos.

Ganaba seis dólares la hora. Pero solo trabajaba de noche. Desde las siete hasta las cuatro. Llegaba a mi pieza en Harlem a las cinco. Dormía, con suerte, hasta las 10 y me levantaba a pintar. Durante más de un año sólo trabajé, viví y respiré para comprar pintura y legalizar mis papeles. Pero antes de haber legalizado nada, alguien me descubrió.

III

Dije que hoy salí. Si, las presiones de mi representante. Todo eso de cómo funcionan las cosas. Ya lo dije.

Finalmente accedí a ir a la inauguración de la nueva exposición de un colega japonés en Chelsea. Se llama Tooru y me cae bien. Hace unas instalaciones con sombras y luces. Cosas extrañas, como casi todos aquí. También prepara un Sushi increíble y toca el Saxo mucho mejor que yo. Aunque en realidad lo que más me gusta de él es su novia. Una vietnamita que vino a estudiar cine en Columbia.

Las orientales no tienen culo. Casi nunca. En cambio Nguyen, que así se llama la chica, debe tener algo de África, pienso, porque tiene unas nalgas redondas completamente perfectas. Yo la miro cada vez que puedo. Suele usar faldas largas y de tela delgada, y su culo se marca como si se tratara de un par de manzanas.

Por supuesto, no me he atrevido a proponerle a Nigui (así le digo yo, porque no sé pronunciar su nombre y ella se ríe mucho de mi) hacer nada con su culo. Creo que Tooru lo tomaría a mal. No lo he dicho, pero a mi lo único que me interesa son los cuerpos de las mujeres. Me refiero a que todo mi arte se trata de cuerpos de mujeres. Pero eso es una historia más complicada. Mucho más complicada.

Llegué tarde a Chelsea. La inauguración era a las siete. Entré por la puerta a las ocho en punto. Ya todo el mundo estaba allí. De inmediato comencé a buscar el culo de Nigui. No lo encontré. Todo el mundo me abrazaba y me felicitaba. Yo ya no podía recordar el motivo de las felicitaciones. Tal vez lo del Guggenheim. O lo de Londres. Qué se yo. A mi lo que me importaba era encontrar a Nigui.

Recuerdo la primera vez que la vi. Fue hace poco más de un año. Había quedado de juntarme con Tooru en su estudio de Harlem. Un Domingo por la tarde, con la idea de ver algunas películas viejas. Cuando un japonés te invita a su casa hay que entender que se trata de algo especial. Pero mucho más cuando alguien te invita a venir un Domingo por la tarde, y no a una fiesta con mucha gente y ruido.

Tomé el metro cerca de las tres. Yo ya llevaba algún tiempo en mi Loft de Brooklin Heights. Caminé unas cuadras hasta la estación y me subí a un vagón casi completamente vacío. A mi espalda, dos mujeres del medio oriente hablaban en voz baja. Ninguna se había sentado, aunque todos los asientos estaban desocupados. Por un rato, tampoco fui capaz de sentarme, pero al fin comenzaron a dolerme los pies por lo que me alejé de las alegres comadres y me senté en el otro extremo ojeando un New York Time del día anterior que alguien había olvidado.

Miré la hora. Aún era temprano. Tooru me había dicho que llegara a eso de las 5. Aún no eran las cuatro. Decidí bajar antes y caminar un rato por la 125. Aún quedaban unos pocos autobuses de turistas recogiendo sus cosas para volver al Manhattan blanco. Miré hacia una de las iglesias bautistas, ya vacía. Es muy extraña la fascinación de los blancos por las misas Gospel. Cuando vivía en el barrio, a veces me daban ganas de aparecer con un palo y sacarlos a patadas. Pero no soy negro. Ni siquiera soy cristiano, por lo que habría sido un gesto bastante gratuito e histérico. También solía imaginar qué pasaría si todo se diera vuelta. Buses y más buses de turistas negros, de Brasil, Cuba, el Congo, Ruanda, Kenia. Todos cargados con cámaras fotográficas y camisetas estampadas con la palabra New York City, entrando un viernes por la tarde en las sinagogas del Upper West Side.

Miro hacia el Sur. Luego hacia el Este. Maquinaria pesada. Al borde del Central Park se construye una enorme torre. Este es el renacimiento de Harlem. Puro negocio inmobiliario.

IV

Tooru vive en el West. Cerca de la Universidad. Son varias cuadras de caminata desde el centro. Llegue a las cinco en punto y toqué el timbre del edificio. De inmediato escuché una voz aguda y divertida. Era Nigui. Pregunté por Tooru y me abrió la puerta. Subí por un ascensor nuevo pero que trataba de replicar uno antiguo. Con rejas. Muy minimal.

El “Studio” de Tooru resultó ser mucho más grande de lo que pensé. Unos doscientos metros cuadrados. Y techos altos. Casi tres metros. Me gustó. Si no fuera porque mi loft tiene casi quinientos metros y techos de seis o más, lo habría envidiado. La idea de la envidia me pasó por la cabeza, como un mal sueño, como un recuerdo de la época en la que envidiaba las casas bonitas. Cuando vi a Nigui, no sentí nada especial. Una chica oriental, bajita. De rostro agradable. Algo redondo. Pechos pequeños. Vestida con una falda larga de estilo hindú. No sentí envidia de Tooru. No hasta que ella me dio la espalda.

Mi amigo estaba sentado en un sillón de cuero rojo, muy moderno. A su espalda todo el muro estaba repleto de libros. Él leía, como si no se hubiera percatado de mi presencia. Un libro en Inglés. Me acerqué a saludarlo y traté de reconocer al autor. Un nombre oriental que no conocía. Algo relacionado con Kafka. Supuse que sería una biografía o algo así. A los pocos segundos, dejó tranquilamente el libro, se puso se pie y me dio la mano.

¿Qué tal? Dijo

Y yo respondí. Muy bien. ¿Y tú?

Muy bien, me respondió.

Fue entonces cuando la vi. Nigui había salido de escena. Y de pronto apareció nuevamente, con una bandeja con tasas de té. Se agachó frente a una mesa grande y baja rodeada de almohadones negros y blancos. Yo me di vuelta instintivamente y me quedé mudo ante sus nalgas. Perfectas. Tal vez las más perfectas que haya visto en mi vida. Me costaba un mundo pensar que podían pertenecer a una chica oriental. Por un momento casi digo algo. Una referencia natural a la belleza de esas nalgas, pero por fortuna me di cuenta a tiempo de que habría sido una grave impertinencia y volví el rostro hacia Tooru.

Muéstrame tu casa, Tooru, le dije con la voz más natural que encontré.

Él me sonrío, como si comprendiera todo e indicó con un dedo la mesa. Five O’clock Tee, murmuró entre dientes. Después del té la recorremos, me dijo con su divertido acento. Caminamos juntos hacia la mesa y nos sentamos con las piernas cruzadas.

El te estaba delicioso. Miré a Nigui que rellenaba las pequeñas tasas con naturalidad y sentí envidia de Tooru. Mucha envidia.

V

Camino por la galería. Reconozco gente. Me saludan. Doy abrazos. Doy besos. Soy un ídolo. Mis meses de ausencia, pienso, sólo lograron hacerme más grande. Todos creen que preparo algo importante. Estamos en Septiembre. Viene la bienal de arte americano, todos saben que he sido invitado. Será porque soy americano, me río, sudamericano. ¿Quién los entiende?

Lo que pasa es que estoy de moda. Soy la moda.

Cuando vivía en Chile era nadie. A penas algo más que nadie. Estudié Bellas Artes en la Chile. ¿Y? y nada. A quien le importa. Me titulé con modestos honores y durante algún tiempo fui ayudante del famoso ramo de Dibujo. Dibujo I. Dibujo II. Dibujo III. Dibujo IV. ¿Alguien lo puede creer? Son 8 horas a la semana. Durante cuatro años. Considerando que un año académico tiene unas 36 semanas, un alumno de arte ha tenido, en total, unas doscientas ochenta y ocho horas de dibujo al año, osea, más de mil cien horas en toda la carrera. ¡Y casi ninguno aprende a dibujar!

Yo aprendí a dibujar. Dibujo bien. Enseño bien. Aunque mis motivaciones, entonces y también ahora, eran las que se puede suponer si se me conoce un poco. Me gustan las modelos. Adoro a las modelos. Incluso a las feas. A las gordas. A la viejas teñidas. Pero claro, mucho más a las jóvenes. A las estudiantes de teatro o de danza.

Por eso nunca tuve realmente un estilo. Dibujaba cuerpos. A veces me atrevía y los pintaba. Me salían bastante bien, pero nada interesante. Nada que destacara. Y me fui quedando. Seguí haciendo algunas clases en la Escuela. Luego de un par de años, una cátedra en una Universidad privada y muy cara. Estaba bien. No ganaba tan mal. No necesitaba vender mis cuadros. Sólo pintaba para acumular más y más imágenes de mujeres desnudas.

Pero ya les dije. Todo fue una casualidad.

Mientras vivía en Harlem y limpiaba platos me dediqué con toda conciencia a buscar modelos. No era tan fácil como en Chile. Las modelos eran baratas. Y a la vez, yo había desarrollado un instinto perfecto para saber cuando una chica quería ser pintada desnuda por un desconocido. Ustedes no se pueden imaginar a cuantas chicas retraté en esos años. Yo lo sé. Llevo la cuenta exacta. Fueron novecientas sesenta y cinco, entre 1994 y 2003. Más de cien por año. Una cada tres días.

Aquí todo comenzó con dificultad. Nueva York está repleto de artistas. Completamente repleto. Y nada sorprende a nadie. Mientras estuve en NYU no fue tan complicado. Tomé algunos cursos de dibujo de cuerpo humano. Eso es igual en todas partes.

Pero luego, cuando decidí quedarme, ya estaba solo conmigo. ¿Pueden imaginarlo? Solitario. Pobre. Mal vestido. Con aroma a platos y detergente en las manos y sólo mi sonrisa a cuestas.

Tuve que idear una estrategia. Aquí la gente desconfía. No es cosa de decir, soy pintor, me gustaría hacerte un retrato. Quítate la ropa.

Lo primero que necesitaba era demostrar que soy bueno en esto. Bueno para las chicas, claro, nunca se me ocurrió tratar de ser bueno para los críticos de arte de Nueva York. Comencé, por lo tanto, frecuentando talleres de teatro o de danza. Sabía que son chicas bonitas y que le temen mucho menos a quitarse la ropa que otras. Me paraba a la salida, con mi atril, y dibujaba el edificio. Los árboles. Cualquier cosa. A los pocos días, ya conocía de vista a algunas chicas. Les sonreía, sin decir palabra, y continuaba mi trabajo. Comencé a poner algo de color en los dibujos, pues me di cuenta que se acercaban mucho más a mirar mi obra. Con el tiempo, ya comenzábamos a conversar, hasta que yo sentía que las cosas estaban a mi favor para intentarlo.

Me gustaría que pudieras modelar para mi. Le dije por fin a una chica latina que no hablaba ni palabra de español. Me sonrío sin entender. Que quisiera dibujarte. La chica se río nerviosa. Desde el inicio comprendió, sin que yo se lo dijera, que me refería a pintarla desnuda.

¿Y que pasaría luego con el cuadro? Me preguntó. Pues nada, le dije, pues que podrías verlo y tal vez alguna vez yo lo expondría.

No me parece un buen trato, me dijo entre risas. Si tu me pintas, yo me lo quedo.

La miré a los ojos. Me detuve en la forma de sus claviculas. Vestía un jeans azul ajustado y una camiseta gris. La chica, sin ser bella, tenía un cuerpo de esos que es delicioso pintar. Lo pensé un instante y le hice una contraoferta.

Yo siempre hago primer un boceto, le dije. En realidad, varios. Luego, sobre ellos, hago la pintura. Si me dejas pintarte, puedes elegir cualquiera de los bocetos.

Ella me miro, nuevamente, risueña.
Ok, dijo.

¿Cuándo?

VI

Durante varios meses, pinté a July, la bailarina, y dormí con ella. También pinté a varias de sus compañeras. Todas querían sus bocetos, y algunas también se quedaban a dormir. Me divierte saber que esos bocetos hoy día valen algo. Que lo que hice durante años, sin que a nadie le interesara, hoy es redescubierto. Revistado. De hecho, supe que una editorial quiere hacer un libro con mi “primera época”.

Pero ya nada es así. No sé como llegué a esto. Cómo pude perder el interés. Cómo dejó de conmoverme cada detalle del cuerpo de una mujer.

Había escuchado mil veces el caso de tipos ricos y famosos, que tenían tantas chicas que de pronto se aburrían y se volvían adictos, o descubrían que eran gay. Nunca lo entendí. Pensé que jamás podría dejar de mirar un abdomen, la curva de una cadera, el triangulo del pubis, y sentir desesperación. Una necesidad imperiosa de obtener ese pedazo de universo para mí.

Pero ya ven. Estoy aburrido. Y me he vuelto peligroso.

Me detengo frente a una instalación gigante de Tooru. La contemplo. Estoy prácticamente solo en una enorme habitación blanca. Alguien me ha dicho que fue construida especialmente para esta obra. Miro hacia el techo. Miro hacia los costados. No logro descubrir de donde viene la luz. Desde dónde se proyectan las sombras que parecen flotar sobre el piso. Se mueven. Cuentan una historia que no comprendo. Me recuerdan un truco de magia. O el péndulo de Foucault. Pero no hay cuerdas. Ni rastros.

De pronto siento a mi espalda una presencia. Es Nigui. Lo sé. Me doy vuelta. Ella sonríe. Nos saludamos con dos besos rápidos en las mejilas. Luego ella se para a mi lado a contemplar las sombras. La miro de reojo. Me alejo unos pasos para que el perfil de sus nalgas quede a la vista. Ahí están. Perfectas. Pero yo no siento nada. Ella me mira y veo algo de pena en sus ojos. Tal vez se dio cuenta, pienso.

Sé que ella sabe que sus nalgas son maravillosas. Y sabe también que he pintado otras mucho menos admirables. Me imagino que se habrá preguntado alguna vez por qué no se lo he propuesto. Y se habrá respondido que por respeto a Tooru, que es uno de mis únicos amigos. Pero ahora, sin embargo, siente pena. Pena porque ya no es el respeto lo que me aleja de su culo, sino el desinterés. Quisiera explicarle que no es ella, que soy yo. Pero el sólo pensarlo me hace reír por dentro. No eres tú, Nigui. Tu culo sigue siendo el más bello del mundo. Soy yo el que ya no siente nada. Me río. Me río en voz alta sin darme cuenta. Y ella también se ríe. No sé por qué se ríe Nigui. Me doy vuelta para preguntárselo pero justo en ese momento aparece Tooru por la entrada de la sala. Está vestido de negro, como siempre. Lleva una camisa blanca. Chaqueta lisa. El pelo corto. Los ojos despiertos y pequeños. Nos vemos. Me hace un gesto de sorpresa. Sé que está contento de verme aquí. Nos abrazamos. Nos damos un beso en la mejilla. Comenzamos a hablar. Nigui no se nos une. Nunca se integra cuando hablamos. De pronto da un paso al lado. Se disculpa con una sonrisa y sale del cuarto. Yo la miro de espaldas y por un segundo vuelvo a inquietarme con la belleza de su culo. Sonrío. Esto se parece a la impotencia, pienso, pero tal vez es peor.

VII

Mi día de descanso era el Domingo. Me levantaba tarde. Llevaba la ropa a la tintorería. Caminaba por el barrio mirando. Buscando. En esa época, pocas veces logré pintar a una chica afro-americana. De hecho fueron sólo dos. Ya les contaré.

Ese Domingo volvía a mi casa temprano. Quería descansar. Traía conmigo mi cuaderno de croquis y algunos lápices.

Al llegar vi a una chica sentada en la escalera de mi edificio. Fumaba. Al acercarme, y antes de fijarme realmente en ella, sentí un aroma penetrante a tabaco negro. Cuando me vio se puso de pie, se arregló la falda y el pelo largo y desordenado y me sonrío.

Pablo, ¿no?

Me habló en Español. Con un leve acento del Río de la Plata.

Sí, le contesté.

Me tendió una mano huesuda y grande.

Soy Silvina.

La miré de vuelta con curiosidad. Su cara me resultaba conocida, pero no era capaz de recordar de donde. Era una chica de aspecto cuidadosamente descuidado. Como si el desorden de cada hebra de su pelo hubiera requerido varias horas de trabajo.

¿No me invitás a entrar? Me dice riendo, mientras guarda el paquete de cigarrillos en el bolso. Miro de reojo la cajetilla: azul y roja. Recuerdo bien esos cigarros negros y perfumados. Sólo se venden en la Argentina.

No se me habría ocurrido imaginar a una chica fumando de esos. Pero en realidad, tampoco habría podido imaginar nada de nada sobre Silvina.

¿Qué si entramos? Me dice ya de pie y con el bolso bajo el brazo. Se ríe. Yo me río.

Claro, claro, le digo sin entender aún mucho de nada. Pasa, le digo al mismo tiempo que abro la reja del edificio y comienzo a advertirle que se trata de un cuarto piso sin ascensor.

Silvina sigue caminando, risueña, toma aire, y comienza a seguirme por las escaleras con pasos cortos. Lleva una falda de gitana y una camiseta naranja muy ajustada que dice: Why Not!.

Llegamos a mi casa, que era a penas algo más que un cuarto con cocina y baño. Mi cama pequeña en un rincón y todo el resto del lugar ocupado por mis materiales de pintura. Hay sólo un motivo por el que escogí este lugar, entre todos los espacios húmedos y estrechos que encontré.

La luz.

Silvina se para frente a las dos grandes ventanas que dan al norte. Es Marzo. Inicio de la Primavera. Se suelta el pelo amarillento. Lo deja caer poco a poco, sin sensualidad, más bien como quien recorre las páginas de un libro.

Me mira y asiente. Buena luz, ché. Muy buena luz.

Yo asiento de vuelta, y antes de preguntarle qué hace aquí, ella comienza a recorrer mis bocetos, croquis y pinturas a medio terminar, separando varias.

¿Cuánto? Me pregunta.

Yo la miro sin comprender.
¿Qué cuanto me cobrás por estos? Me dice.

Desde hace años que no vendía un cuadro. Ni siquiera se me había ocurrido hacerlo. Miro la ruma que ha separado. Es más del setenta por ciento de lo que he juntado. Unos veinte cuados, entre pequeños y medianos. Y la gran mayoría de los dibujos con color. Más de cien.

Estoy seguro de haber palidecido. Ella se sienta en el suelo y comienza a mirarlos uno a uno.

Yo no tengo la menor idea de qué decir. Hago un cálculo mental rápido. Cuanto he gastado entre telas y pinturas. Unos dos mil dólares. La veo concentrada en uno de los varios retratos de July. Ella está desnuda, sentada sobre un almohadón casi en el mismo lugar dónde ella se ha sentado. Es una pintura especialmente realista. Se parece peligrosamente a una foto. Es buena, pero como siempre, le falta algo.

Ese no está a la venta, le digo sin pensarlo.

Ella me mira y cierra los ojos. Lo deja a un lado.

Ok. Me dice. Este no está a la venta.

¿Cuanto por todos los demás?

Me doy cuenta de que no estoy en condiciones de blufear. Ni de hacerme el seguro.

Mira, le digo, en realidad no tienen precio. No tengo ni idea. Hace mucho que no vendo un cuadro y…

Ella se pone de pie de un brinco y me mira a los ojos.

Ok. Me dice. Tratemos de hacer esto más fácil. ¿En cuanto vendiste el último cuadro?

Yo hago memoria y le digo la verdad. Un desnudo que vendí en Santiago a un amigo que tenía un bar. Lo compró para ponerlo en el baño de hombre. Un metro de largo por setenta de ancho. Le cobré doscientos mil. Fue un buen precio. Se lo cuento así, tal cual. Hago la conversión a dólares, más o menos al ojo. Pues, unos cuatrocientos dólares, le digo.

Ella me mira de nuevo. Comienza a contar los cuadros. Son veintitrés. A ese precio, serían unos ocho mil dólares, me dice.

Te ofrezco veinte mil, por todos, y me reagalas los dibujos.

La miro. Veinte mil dólares es una cifra enorme. Definitivamente incomprensible para mi realidad de los últimos años.

Me río.

¿Estás hablando en serio? Le digo sin dejar de reír.

Claro que sí, me dice, sacando del bolso una chequera de cuero y una pluma demasiado cara para pegar con su ropa.

Comienza a escribir el cheque. Yo me siento en una silla a mirarla.

Me lo pasa. Yo lo tomo y lo miro.

Ok, me dice. Mañana lo cobras. Una vez que estés seguro de que tenga fondos, me llamas y vengo a buscar los cuadros. Y ahí hablamos.

¡Ah!, me dice, como si olvidara algo importante.
Yo creo que vendré a eso de las 12 del día. Por la luz. Compra una tela grande. La más grande que encuentres.

Antes de que pueda decir nada, Silvina está en la puerta, se despide con un beso en la mejilla y se marcha.

Yo me quedo en el cheque entre los dedos, mirando mis cuadros. No creo que los extrañe mucho, me digo.
VIII

Hemos vuelto a la sala principal. Un fotógrafo le pregunta a Tooru si nos puede sacar una foto a los dos. Tooru sonríe y se me acerca. El fotógrafo dice que sigamos conversando, con las copas de champaña en la mano. Tooru asiente de esa manera en que sólo un japonés es capaz de asentir. Con una mezcla de respeto, resignación y falta de voluntad, que probablemente significa exactamente todo lo contrario.

Volvemos a caminar entre la gente. Los asistentes palmotean a Tooru y a mi intermitentemente. En una esquina, conversando de lo más animados, está Jessie, la australiana que se parece a Nicole Kidman y su nuevo novio. La miro desde lejos y ella me sonríe con un hielo que le brota de la comisura de los labios. El tipo es un financiero negro y brillante. Vestido con un traje impecable que debe ser armani y unos dientes blancos como perlas. Tooru los ve y se acerca sonriendo. A mi no me queda más que acompañarlo. Nos saludamos de dos besos con Jessie y con un apretón de manos con el novio que, lo quiera o no, me ha caído simpático.

Jessie me presenta a mí. Es obvio que a Tooru ya lo conoce.

El es Pablo Ortiz, le dice con un acento tan australiano que mi nombre me parece casi irreconocible. El tipo me sonríe. Por supuesto, Pablo, como estás. Me toma del brazo y me aparta del grupo.

Debe medir más de un metro noventa y yo, mientras me dejo arrastrar, estoy completamente seguro de que me va a golpear. Que me dejará sangrando en el suelo y luego volverá a su chica y a su copa de champaña. Me lo merezco, pienso, y me dejo guiar hasta que el hombre se inclina para hablarme en voz baja.

Me gustaría comprarlo, me dice en un volumen casi inaudible. Yo de inmediato comprendo. Habla del cuadro. Del famoso cuadro de casi cinco metros. Orange Crush.

Le sonrío.

Creo que es algo tarde, le digo. Tu ya debes saber que está vendido y que dudo que el Museo lo tenga en venta. Pero podrías preguntarles.

Él me sonríe de vuelta.

No me jodas. No hablo del Orange. Hablo del otro.

Sólo en ese momento caigo en cuanta. Ya sé de lo que me habla. Puta. Jessie es una mierda bocona.

No está a la venta, le digo.

El me toma con fuerza del brazo y me arrastra hasta afuera de la galería.

El aire frío me despierta. Debería gritar, pienso, pedir ayuda. Llamar a los guardias. Este tipo en cualquier momento me va a golpear. Pero nada de eso sucede.
Cambia completamente el tono de voz. Comienza a hablar con voz grave y completamente tranquila.

Señor Ortiz, no le pediría este favor si no fuera realmente importante para mí. No me dan celos. Nada de eso. Y si no lo hubiera visto, no me importaría. Orange está aquí, a pocas cuadras, ¿no?. ¿Me importa? No. No me importa. Mira Pablo, me dice, a mi me da igual todo lo que haya ocurrido. Creeme. A mi lo que me pasa es que me gustó mucho ese cuadro. Nunca he visto a Jessie más hermosa. No lo quiero para romperlo, viejo, me dice dándome un breve manotazo. Lo quiero para colgarlo en mi casa. ¿Entiendes?

Yo entiendo. Pero no quiero venderlo.

Se lo explico. A mi también me gusta, le digo.

El me mira y sonriendo me dice: Pero tu lo pintaste, viejo, tu lo pintaste, No tienes derecho a haberlo pintado y además guardarlo. ¿Te das cuenta?

Yo me doy cuenta. Me gusta como razona. Le sonrío.

Déjame pensarlo. Se lo digo en serio.

Él me sonríe y me toma nuevamente del brazo para volver a entrar.

Piensalo. Claro, claro. Tú sólo piénsalo.

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